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Actualizado: 11 ene 2021 / 20:24 h.
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  • La toma del Capitolio

Los hechos ocurridos en el Capitolio, derivados de la invasión del edificio por parte de unas masas enfurecidas de partidarios del todavía presidente Donald Trump, dan una imagen muy grotesca de la democracia norteamericana y socavan seriamente su prestigio. La institución, emblema de la voluntad del pueblo, ha visto asaltada su sede por grupos de energúmenos arengados por su jefe, el presidente de la nación más poderosa del mundo. Esta banda de salvajes de la ultraderecha más rancia puso en peligro la vida de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi. Trump ha tardado más de veinticuatro horas en condenar estos actos execrables, que se han saldado con la cifra de cinco muertos, en un vídeo publicado en su cuenta oficial de Twitter, pese a la demanda formal de Joe Biden para que lo hiciera el mismo día del asalto. No hay duda de que se le puede considerar como el autor intelectual de estos hechos por haberlos instigado, a través de distintas gesticulaciones y alocuciones, y ser el protagonista de un movimiento de incitación al odio y a la violencia que justificó en un tuit el miércoles. El atrabiliario magnate, imbuido de un complejo de superioridad, no hizo ni un ápice para impedirlo. Y ahora, tras haber inducido a esta turba poseída a cometer estos actos vandálicos, deja su suerte a manos de la justicia, afirmando sin ningún rubor, que aquellos que violaron la ley “pagarán por ello”; algo que evidencia la jeta y la catadura moral que tiene.

Según las informaciones publicadas por el distinguido rotativo The New York Times, Trump está más preocupado actualmente en barajar la posibilidad, a escasos días de su salida de la Casa Blanca, de concederse un indulto a sí mismo, lo que sería una decisión sin precedentes en el uso de las prerrogativas presidenciales en los Estados Unidos.

A tenor de los acontecimientos sucedidos y del contexto subsiguiente, los invito a acompañarme en un ejercicio de imaginación, para nada descabellado: ¿cuál hubiese sido el futuro de la nación estadounidense si un grupo influyente de desalmados de las Fuerzas Armadas hubiera apoyado esta sublevación y declarado a Trump como el legítimo presidente de los Estados Unidos? ¿Qué más hubiese ocurrido de haber prosperado o triunfado esta aventura, y por ende de haberse consumado el golpe de estado? ¿Cuál sería la reacción de las potencias occidentales aliadas de los Estados Unidos? Sin ánimo de exagerar y de esgrimir argumentos apocalípticos, ¿cómo sería el futuro de la humanidad con este peligroso hombre a la cabeza de la primera potencia del mundo? ¿Asistiríamos quizás a la instauración de una dictadura con sede en la Casa Blanca? ¿Qué papel desempeñarían a posteriori los ideólogos y grupos de extrema derecha repartidos por el mundo? Son tantas preguntas a las cuales resulta sumamente difícil de contestar, dado que la historia ha tomado afortunadamente otro rumbo.

Es inobjetable que Trump padece “al menos” el trastorno de la personalidad de naturaleza egocéntrica. Su falta de empatía, su desproporcionada autoestima, asociados a una ira manifiesta que exhibe ante cualquier divergencia o crítica, representan una prueba irrefutable de ello. También sus frecuentes cambios de humor y sus constantes exabruptos reflejan una inestabilidad caracterial. Conviene señalar, y sobre todo juzgar, la responsabilidad por acción u omisión de un gran número de colaboradores que le han seguido en su modo de gobernar, que desembocó en una deriva autoritaria, lamentándose ahora algunos del resultado.

Si el año pasado será recordado como el del inicio de la pandemia, este que empieza será el de la consagración del adiós a Donald Trump, el abominable y estrafalario presidente que animó a sus seguidores a violar el templo de la democracia de los Estados Unidos.