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Actualizado: 01 jun 2018 / 22:27 h.
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El mes de mayo nos ha dejado dos momentos de gran trascendencia en Oriente Medio: el traslado de la embajada norteamericana a Jerusalén y, paralelamente, la brutal masacre con la que Israel respondió a las masivas manifestaciones en que una mayoría no violenta de gazatíes reivindicaban el derecho al retorno y, de manera más acuciante, el fin del bloqueo israelí de la Franja, que ha llevado a dos millones de personas al borde de la catástrofe humanitaria.

Dos eventos sólo posibles desde la impunidad con la que el gobierno ultraderechista de Netanyahu, de la mano de la administración Trump, opera dentro y fuera de sus fronteras, que encuentran a la sociedad palestina fracturada y con escasa capacidad de respuesta, agotada tras más de 50 años de ocupación. Si en Gaza se ha fraguado un movimiento de masas independiente en su origen y políticamente consciente, a pesar de que Hamas se haya esforzado por controlarlo, es fundamentalmente un movimiento surgido de la desesperación. Argumentar que quienes se adentran en la zona de tiro israelí lo hacen obligados por Hamas es negarles no solo su derecho a la libertad de movimiento y a una vida digna, sino también su profunda frustración y desesperación, y el derecho a expresarlo.

Sin duda, la violencia de la ocupación tiene la capacidad de doblegar voluntades, pero es que también la sociedad de consumo, que no entiende de líneas de armisticio ni fronteras, ha enraizado en Palestina, de la mano de una precaria clase media y unas élites políticas y económicas que en Cisjordania juegan al sálvese quien pueda. El neoliberalismo combinado con el autoritarismo político y la corrupción han terminado por consolidar lo que puede describirse como el capitalismo de amigos de la ANP, que ha redibujado las prioridades de la sociedad palestina.

Un aspecto crucial del cambio de modelo social ha sido el auge de los préstamos privados, que ha fomentado una cultura de consumo y empujado a muchas personas a un fuerte endeudamiento. Este estado de endeudamiento personal promueve un sentido de individualismo, empujando sistémicamente a la gente a abandonar asuntos nacionales cruciales y fomentando la apatía política.

En medio de esta dinámica, los partidos de izquierda palestinos, que históricamente alentaron innumerables formas de lucha social como parte de la lucha de liberación nacional, han disminuido de manera crítica, reducidos a gerontocracias apenas capaces de ocupar los asientos indispensables en sus comités centrales.

A pesar de todo lo anterior, en febrero de 2016, los maestros y maestras llevaron a cabo protestas y huelgas sin precedentes en Palestina, exigiendo dignidad y una mejora de sus condiciones socioeconómicas, sin el respaldo de la confederación sindical oficialista y enfrentándose a la represión de la Autoridad Palestina. Estos eventos desbordaron las estructuras de partidos y sindicatos y la movilización espontánea a través de las redes sociales pareció superar por momentos el estado de fragmentación de la sociedad, produciendo éxitos relativos. Si bien sus resultados terminaron por diluirse, la capacidad movilizadora de este colectivo apunta a la posibilidad de emergencia, en Cisjordania igual que en Gaza, de movimientos sociales libres del marcaje de las viejas estructuras políticas.

Sin embargo, en un entorno tan apremiante en donde las injusticias sociales y las desigualdades económicas se institucionalizan, la lucha social necesita apoyarse en formas organizadas. La izquierda sociopolítica palestina necesita embarcarse en una profunda reorientación ideológica y reinventarse como una fuerza emancipadora y resiliente que contribuya a la liberación política y la autodeterminación, capaz de insuflar fuerza a la agenda del cambio social y de conectar con la gente joven. En Palestina, la liberación nacional tiene que venir acompañada de una revolución interna de hijos frente a sus padres, mujeres frente a hombres, clases empobrecidas frente a élites enriquecidas, refugiados frente a las clases propietarias, o no será.

En ausencia de lo anterior, hay batallas imprescindibles para garantizar la soberanía de un futuro estado palestino contiguo y viable que los palestinos tienen dificultades para librar. Como la de asegurar la permanencia de la población palestina en Zona C –más del 60 por ciento del territorio de Cisjordania, el territorio que Israel ambiciona anexionarse de manera definitiva– ante las estrategias israelíes que buscan su desplazamiento forzoso.

Porque lo que parece estar tomando forma aquí es una estrategia de final de juego: Trump busca apoyos en Ammán, Cairo y Jeddah para que Abbas acepte «el mejor acuerdo posible», su plan de paz, que probablemente incluya algún arreglo para que Israel mantenga su presencia militar en el Valle del Jordán, anexe los principales bloques de asentamientos, y deje las Zonas A y B –aproximadamente el 40 por ciento de Cisjordania– bajo el control de la Autoridad Palestina, para que los palestinos le llamen Estado. Y ahí acaba la partida.

O no. En este páramo desolador la sociedad israelí es hoy por hoy el elemento de mayor esperanza. Medio siglo después de que comenzara la ocupación israelí, una multiplicidad de organizaciones pacifistas y de derechos humanos israelíes continúa actuando como verdadera resistencia que, junto con un grupo de organizaciones palestinas e internacionales, se esfuerza por proteger a las comunidades en el terreno y en el sistema judicial israelí, que se ha convertido en la última trinchera de la lucha contra la ocupación. Son organizaciones abandonadas a su suerte por la solidaridad internacional y por los partidos de la izquierda tradicional en Israel, preocupados por los malos resultados en las encuestas que les acarrea mantener en la agenda pública un asunto tan incómodo como la ocupación.

Pero, en la medida en que la sociedad israelí se ha escorado más a la derecha, la capacidad de estas organizaciones para movilizar y activar a las personas progresistas en Israel se ha vuelto cada vez más limitada. Cuando parecía que el proceso de destrucción de cualquier discurso antihegemónico era imparable, el péndulo de la historia podría haber empezado a oscilar en el sentido opuesto. En 2015, un grupo de activistas estableció Standing Together como un movimiento político llamado a ocupar el vasto espacio vacío entre los partidos políticos por un lado y las ONG por otro lado, viniendo a demostrar que la sociedad israelí no puede vivir de espaldas a la ocupación permanentemente. Los activistas de Standing Together resaltan las interrelaciones entre la ocupación, las crecientes disparidades sociales y económicas dentro de Israel y los ataques del gobierno contra las libertades democráticas y contra la minoría árabe-palestina.

Standing Together ha jugado un importante papel de apoyo en la campaña pública para detener la deportación de solicitantes de asilo africanos. Así, durante los últimos dos años, se han vuelto omnipresentes en las protestas en todo el país, a las que han arrastrado a decenas de miles de personas: contra los desalojos en Jerusalén Este, las demoliciones de viviendas en el Negev, el racismo antiárabe en el norte y contra el plan de Israel de deportar a decenas de miles de refugiados eritreos y sudaneses.

No tienen reparo en explicitar sus objetivos: convertirse en un movimiento masivo de árabes y judíos que se oponga tanto al neoliberalismo como a la ocupación, que lucha por los derechos LGBT y de las mujeres, así como por la igualdad plena para los ciudadanos palestinos de Israel. En las profundidades del tercer gobierno de Netanyahu, llamar a esto ambicioso suena a eufemismo. Y, sin embargo, el movimiento ha sido capaz de traer a la izquierda israelí y a la política de la región algo que le ha faltado durante mucho tiempo: esperanza.