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Actualizado: 07 mar 2016 / 22:30 h.
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Entre los flamencos hay un tipo de cante que se llama valiente porque al cantaor parece faltarle el aire pero sobrevive, colgado de su propia voz, hacia ese éxtasis que se parece tanto al duende. Esa valentía no deja de ser una metáfora. Hay otra valentía para la que no se necesita ser cantaor, pero sí una persona cabal que en lo profesional y en lo personal arriesgue tanto que no sólo no tema que esos dos vectores se crucen para mal, sino que frente a la reaccionaria costumbre de ambos dé un paso al frente para que todos avancemos. Este tipo de valiente es Miguel Poveda, un cantaor al que ser catalán no le ha impedido empaparse de Andalucía; ni ser payo, aprender de los gitanos; ni ser flamenco, ennoblecer la copla; ni enriquecerse con el arte que le apasiona, ser solidario con sus colegas; ni ser homosexual, o no, denunciar –rebosante de dignidad– que algún cavernícola pretenda forzar la telúrica libertad del flamenco llamándolo «maricón».

Poveda lo ha denunciado públicamente y en los juzgados, con lo cual, más allá de las rencillas y prejuicios que un artista de su talla puede cosechar gratuitamente –pues ni el insulto le hace verdadero daño ni su esfuerzo por combatirlo le hace falta para nada–, vuelve a demostrar que la valentía no es una virtud para sí mismo, sino para el futuro de los demás. Sobre todo en un país como el nuestro, donde la cultura nunca vale lo que cuesta, y después de un doloroso siglo en el que al mejor poeta que dignificó al flamenco lo asesinaron en su Granada y hasta coronaron su cadáver con el más humillante colofón de la homofobia, y al mejor cupletista de las cosas del querer lo apalearon sin piedad hasta condenarlo al exilio eterno.

La valentía de Miguel Poveda ha consistido en alzar su voz sin necesidad personal, porque la memoria de una estirpe de artistas machacados no se merece el riesgo de repetir tanta injusticia histórica por un silencio comodón.