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Actualizado: 17 ene 2018 / 09:05 h.
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Les propongo un juego. El mismo que me ha propuesto una joven amiga. Lucía. Lo que van a leer a continuación es un texto que incluye palabras extraordinariamente bellas. Extrañas, poco usuales, desconocidas. Lean despacio y si no entienden algo intenten disfrutar de la sonoridad o del ritmo...

Hoy he experimentado una serendipia. Maravillosa, sugerente, casi perturbadora.

Hurgaba en los cajones de una mesa que apenas utilizo. Creía recordar que en uno de los cajones estarían un par de estilográficas antiguas que me gusta utilizar cuando escribo poesía. Manías de escritor. Sin embargo, el sobre arrugado y oculto que estaba al fondo del cajón ha sido lo primero que ha llamado la atención del tacto. Desigual en los bordes, amarillento el papel. La letra me recordó esa limerencia que sufrí hace ya muchos años. Una realidad inefable; un sentimiento que, como una margarita en la mente, resulta inmarcesible.

Y el entorno corre hacia lo etéreo, hacia ese estado en el que se mantienen los recuerdos más íntimos e intocables. Melifluo, abro el sobre y extraigo un papel que aún huele a lo que fue eso que confundí con la felicidad eterna. Y me disculpo conmigo mismo.

Usen ahora el diccionario. Descubrirán que todo esto se puede resumir diciendo: Estuve enamorado hasta la médula. Eso creí. Y lo sigo recordando con todo lujo de detalles. Pero la pregunta es: ¿No es mucho más bonito utilizar el vocabulario en toda su extensión? ¿No estamos reduciendo las posibilidades que tenemos de decir las cosas de forma bella a un puñado de expresiones toscas y desdibujadas por el uso? No maltratemos más el gran patrimonio que supone nuestro idioma. No nos lo podemos consentir. Busquemos las palabras más bonitas.