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Actualizado: 10 jul 2017 / 22:33 h.
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  • Los tórtolos

Rebeca y Máximo se adentraron en el bosque. Los árboles parecían rascacielos y su follaje hundía todo en una ligera penumbra. Aunque el suelo estaba embarrado, los dos enamorados sonrieron y Máximo tomó la mano de Rebeca. Aquel lugar era, sin duda, peligroso; pero el amor nunca se ha entendido bien con la prudencia.

Habían viajado hasta el bosque para acampar con un grupo de amigos. Decidieron alejarse, adentrarse por la espesura durante un par de horas. Conocían el camino de regreso, por lo que no tenían de qué preocuparse.

Se fundieron en un beso, olvidándose de todas sus preocupaciones. Tan solo les importaba su amor. Pero aquel deleite duró solo un instante, como el sueño fugaz que antecede a una noche de pesadillas.

—Hola, tortolitos —les saludó una voz aguda.

Los novios se sobresaltaron. Al volverse se encontraron con una anciana que portaba un bastón metálico. Máximo y Rebeca se miraron con una mezcla de vergüenza y sorpresa. ¿Cómo diablos había llegado aquella mujer sin que se dieran cuenta?

Las manos de la anciana estaban repletas de manchas y su ropa era gris, como fabricada con telarañas. Fulminó a Rebeca con una mirada, como si tuviera algo muy serio que reprocharle. La muchacha se sintió extrañada, pues aquel rostro le pareció familiar.

—Buenas tardes, señora —balbuceó Máximo—. ¿Necesita algo?... El bosque no es un lugar seguro.

No le respondió, sino que dibujó una mueca que pareció una sonrisa desvergonzada, como la de un niño antes de hacer una travesura. Dio un paso hacia ellos y se desplomó. Máximo se apresuró a brindarle ayuda. Cuando la viejita estuvo nuevamente de pie, dirigió la vista hacia los árboles.

—¡Un oso! —gritó señalando hacia un claro que se encontraba a espaldas de los muchachos.

Rebeca se volvió. No había nada. Pero cuando giró de nuevo la cabeza, se encontró con que Máximo y la mujer habían desaparecido como por ensalmo. Rebeca ahogó un grito. Entonces se dio cuenta de que a unos pasos había dos pares de huellas que se extendían hacia el poniente.

No se lo pensó dos veces. Empezó a correr en aquella dirección, en busca de su novio y de la vieja. Las huellas parecían no acabarse nunca, pero Rebeca seguía avanzando a pesar de su cansancio. Se preguntaba cómo era posible que la anciana soportara un trayecto tan largo, cómo era posible que avanzara tan rápido...

Pensó por un momento en salir del bosque para buscar la ayuda de la policía, pero desechó la idea: nadie creería que una vieja podía capturar a un hombre joven y desaparecer así como así. Entonces dudó si no se trataría de una broma. Por si fuera poco, Máximo se había dejado el teléfono celular en la tienda de campaña.

El rastro la condujo hasta un lugar repleto de arbustos espinosos. Allí las huellas se transformaban en muestras de que alguien había pasado por las zarzas, aplastándolas. Rebeca frunció el ceño, se tumbó en el suelo embarrado y se impulsó con la ayuda de los codos y los pies bajo los arbustos, con el corazón golpeándole en el pecho como un tambor que toca a rebato.

Las pisadas continuaban más allá de los arbustos. Iba a ponerse en pie cuando una larga y afilada espina se le clavó en el costado. La sangre ennegreció su ropa. Se incorporó, conteniendo la hemorragia con la mano y continuó la búsqueda, esta vez a paso más lento.

Rebeca anduvo durante lo que le parecieron horas. Cuando empezó a oscurecer, sus piernas estaban a punto de traicionarla de fatiga y miedo. Con un último esfuerzo apareció frente a otras zarzas igualmente punzantes. Entonces comprendió que había estado caminando en círculos. Se echó a llorar; después, buscó acomodo bajo un árbol y se durmió.

***

Despertó a la mañana siguiente con un hambre terrible. Enseguida comenzó a caminar, esta vez en la dirección que no estaba marcada por las huellas. A los pocos minutos vio una columna de humo que le condujo hasta una cabaña. Sin molestarse en llamar a la puerta, la abrió y entró. En una oscura habitación se encontraban Máximo y la vieja. Tomaban café y reían estruendosamente.

—Hola, Rebeca —le dijo Máximo desde el fondo de la estancia—. Te estábamos esperando.

Percibió que Máximo no pestañeaba, como si alguien le hubiera inducido alguna clase de trance. También se dio cuenta de que las paredes estaban decoradas con grecas de insólitos símbolos triangulares. Las tazas del café tenían los mismos garabatos.

—Máximo, debemos irnos —le advirtió—. Vamos, levántate; esta mujer te está engañando. ¿Qué estarán pensando nuestros amigos?

—Mi niña —le interrumpió la anciana—, no tienes por qué preocuparte.

—¿Preocuparme? —gritó Rebeca—. ¿Qué le ha hecho a mi novio? Usted es una vieja loca.

La vieja se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar.

—Señora... —balbuceó la muchacha—, perdóneme. No quería ofenderla.

La mujer se levantó para acercarse a la cocina, todavía sollozando, desde donde le trajo una taza con un líquido negro y espeso, que olía a hierbas silvestres. Rebeca pensó que no podía rechazarlo, así que le dio un largo sorbo. Entonces, la anciana sonrió. Sus sollozos habían sido fingidos. Pero Rebeca no logró decirle nada: se oscurecieron sus ojos y cayó en un sueño profundo. Lo último que vio fue a Máximo, que se había incorporado para sostenerla con los brazos.

Cuando despertó, no había nadie en la casa. Se sentía muy cansada, por lo que le costó levantarse del suelo.

Notó que le habían cambiado de atuendo; vestía una blusa y una larga falda. Rebeca suspiró y miró sus manos, salpicadas de lodo. Se lo intentó quitar, pero estaba adherido a la piel.

Salió de la cabaña y caminó sin rumbo. Había resuelto ir a la policía. Estaba convencida de que la vieja también había drogado a Máximo. De pronto halló el bastón metálico entre las hierbas. Concluyó que la mujer y su novio estaban cerca. De hecho, los vio detrás de unos árboles. Se estaban besando, pero la mujer no era la anciana. O sí... Los celos la embargaron.

Iba a acercarse a ellos para pedirles explicaciones, cuando se dio cuenta de que vestía unos ropajes del color de las telarañas y de que caminaba echada hacia delante, como si le pesara una joroba sobre la espalda. Sus manos ya no estaban manchadas de barro, sino de años. Dos palabras salieron de su boca:

—Hola, tortolitos.


Sebastián Iñaki Lizárraga
Ganador de la XI edición
www.excelencialiteraria.com

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