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Actualizado: 13 ene 2021 / 07:50 h.
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  • Ojú, qué frío

Estos días de heladas a las que no estamos acostumbrados quienes sí combatimos cualquier estío a 40 o 45 grados me acuerdo de la copa de cisco de mis abuelos en las noches remotas de mi infancia, cuando uno de ellos la soplaba con ahínco ayudándose de un cartón cualquiera y hacía crepitar aquella fosforescencia naranja entre la suave ceniza gris que la cubría. Recuerdo mi mirada de niño entonces, con el pijama bajo los pantalones con que íbamos a la escuela, a la altura de la mesa camilla, soñoliento ante las piernas de algunas mujeres bajo cuyas medias color carne se adivinaban unos círculos inquietantes que ellas llamaban cabrillas. Aquel calor del cisco, y aquel olor, inundaba el invierno de una melancolía que hoy ya no existe.

Ojú, qué frío”, recordaba el poeta José Hierro de los andaluces. “No ‘qué espantoso, tremendo, / injusto, inhumano frío’. / Resignadamente: ‘Ojú, / qué frío... Los andaluces”. A esa resignación histórica que nos ha retratado siempre a los andaluces lo que le hacía falta es una ola de frío siberiano como esta, como si ya no tuviésemos bastante con las olas del coronavirus, que amenazan con convertirse en mar gruesa, de la gruesa gruesa como esa sal ideal para hornear que se merecería el bicho. El frío de aquí importa infinitamente menos que el de Madrid. Ojú, qué frío.

Y más frío que nos azota al considerar, tantos años después, que tanto avance tecnológico haya abundado tanto en una dependencia absoluta de la electricidad que sube de precio, de la imaginación que baja de voltios. Estos fríos de unos días a los que ahora bautizan con el nombre en femenino del compañero de Mortadelo eran en aquellos inviernos la falta de pan de cada día. Recordar aquella ventisca, aquella desconsiderada disposición arquitectónica de las casas y aquella falta de ropa adecuada para el pijerío invernal me calienta el alma mientras el cuerpo aguanta.

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