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Actualizado: 06 mar 2018 / 22:32 h.
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La añoranza –y la ayuda de internet– le habían llevado a curiosear en las cosas de las cofradías. Volvía a bucear en ese mundillo que fue tan suyo en otro tiempo, en otro lugar. Todo había cambiado tanto... Ni siquiera sabía ya si seguía siendo hermano de la cofradía que ahora rebrotaba en la memoria entre las brumas de lo irrecuperable. Se recordó a sí mismo, repeinado y chorreando colonia, caminando presuroso de la mano de su padre por calles olvidadas, camino del templo por el camino más corto... El nombre de aquel nazareno de altísimo capirote blanco le seguía quemando el alma...

Una Semana Santa se había marchado a la nieve; la siguiente a la playa y un otoño las obligaciones laborales le obligaron a hacer las maletas a un país sin azahar. Nunca volvió en Semana Santa. Habían pasado los años y no había vuelto a ver lo que un día tanto quiso; tampoco volvió a recorrer la ciudad en la tarde de los ramos y las palmas con las ansias del niño que fue. Pero un día, sin saber por qué, comenzó a barruntar aquel tiempo hermoso que pasaba tan despacio.

Pasaron los meses y dobló febrero. Las redes sociales le habían permitido recuperar nombres y apellidos que tenía casi olvidados. A primeros de marzo, en la consulta diaria de su correo, recibió un regalo inesperado que le hizo reír y llorar. Un amigo recobrado le había enviado la papeleta de sitio de la hermandad de los suyos. Sin saberlo, estaba recobrando su propia vida. Los billetes de avión volvían a tener la fecha del gozo.

Fuera, aún nevaba...

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