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Actualizado: 25 nov 2020 / 19:48 h.
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  • Personas rinden tributo a Maradona en Nápoles tras su fallecimiento. / EFE
    Personas rinden tributo a Maradona en Nápoles tras su fallecimiento. / EFE

Lo que le faltaba a este pandémico año era que se muriera por sorpresa un dios del fútbol. Maradona fue mucho más que un futbolista, aunque todo -lo de convertirse en un dios- lo consiguiera por jugar bien al fútbol, y aunque su manera de jugar no tuviera nada que ver con el concepto actual y participativo de hacer grande al equipo, sino con una idea salvaje, callejera e individualista de entender -en el fútbol y en la vida- que el que no corre, vuela.

Maradona fue un pobre hombre a pesar de hacerse rico, porque desde pequeño arrastró la pena vital de comprender que no tenía arreglo. Si no hubiera destacado en el campo, no sabemos qué hubiera sido de él, tan pícaro, pero el caso es que encontró muy rápidamente su talento en un país que no se entiende sin el talento futbolístico. Cualquiera con su historial de atentados contra su propia salud hubiera muerto poco después de aquel gol legendario con el que pudo haberse echado a dormir. Pero Diego Armando continuó sobreviviéndose porque vivimos en una sociedad donde lo de menos son los talentos específicos y lo de más, deificar lo intrascendente que los envuelve.

El discurso que hoy se desprende del fútbol, al menos en teoría, dista mucho del que fabricaban aquellas viejas estrellas de hace casi medio siglo surgidas del desamparo. En aquella época, no tan lejana, el fútbol podía ser el salvoconducto para cualquier chico de los extrarradios del mismo modo que los toros lo fueron para otros chiquillos otro medio siglo atrás. El espectáculo de masas lo justificaba todo, incluso que un genio en un aspecto tan concreto de la vida se pudiese permitir ser un absoluto fracasado en todo lo demás, por la malévola razón de que, tras esa rebelión de las masas que había diagnosticado nuestro Ortega y Gasset, dejó de importar el individuo con la misma potencia devastadora con que Nietzsche había sentenciado mucho antes la muerte de Dios.

Lo triste ahora, en este año que iba a convertirse en un antes y un después para la Historia, es que se nos muera otro dios roto de tantos sin que tengamos la clarividencia de haber aprendido a discernir el ser del tener, lo esencial de lo superfluo, la vida del tiempo del tiempo de la vida. Todos estamos pensando en la vida de Maradona a esa velocidad vertiginosa con que recorría no solo el terreno de juego, y tenemos ganas de llorar no solamente por él, sino por nosotros mismos, que también lo aplaudimos cuando no debimos. Descanse en paz.

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