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Actualizado: 27 oct 2019 / 10:17 h.
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  • Policía libertadora y Universidad coercitiva

Los estudiantes de la Facultad de Economía, Empresa y Sociología en la Universidad de Barcelona que, en la mañana del pasado jueves 24, lograron entrar al edificio a través de una ventana, por su deseo de ir a clase y cursar las carreras para las que se han matriculado, y para las que tienen derecho a recibir formación, son la viva imagen de la grave adulteración de la democracia en Cataluña, socavada paso a paso desde hace más de 30 años. Tuvieron que auparse a una ventana que se había quedado abierta, porque las puertas estaban cerradas y bloqueadas con multitud de mesas y sillas apiladas a modo de barricadas, vigiladas por piquetes de universitarios secesionistas, consentidos por los decanos y rectores. Cómplices unos y otros de la paralización de casi toda la actividad educativa en los campus desde que el lunes 14 se dio a conocer la sentencia del Tribunal Supremo que condena por sedición y malversación a los dirigentes políticos que intentaron imponer, usando las instituciones de todos y el dinero de todos, la ruptura del Estado de Derecho. Para cronificar el sometimiento de las universidades a la estrategia subversiva, han presionado para que hasta el 5 de noviembre se suspendan en todas las facultades las actividades evaluables y la asistencia obligatoria, esgrimiendo “la situación de excepcionalidad política que vive Cataluña y para facilitar el libre ejercicio del derecho fundamental a manifestarse”. Tan envalentonados están en la coacción a los profesores y estudiantes que quieren seguir con las clases, que irrumpen en algunas aulas para boicotear.

Quienes están llevando a cabo el modelo diseñado por Jordi Pujol y su guardia pretoriana para conformar una identidad catalana monolítica prostituyen continuamente el uso de las palabras 'diálogo', 'derechos', 'libertades', 'justicia', 'pueblo', y, paso a paso, han ido sistematizando el sometimiento de la mayoría de la sociedad catalana a ese pensamiento único, a ese mesianismo coercitivo. Controlando poco a poco las escuelas, los medios de comunicación, las universidades, las organizaciones sociales, las instituciones. Con la mayoría de los catalanes no dialogan. Ese es el gran conflicto que ocultan sistemáticamente. No les dan voz. No respetan sus derechos y libertades. Les vetan. Les cierran las puertas en cualquier oportunidad de trabajo donde antes pueda colocarse a algún converso. Les conminan a ser como ellos, a pensar como ellos, a avenirse a lo que instituyan ellos, a callarse y no discrepar para soportar menos represalias. A aguantarse si te cortan la carretera, si pierdes el avión, si te queman el coche, si saquean la tienda en la que trabajas, si te cierran la facultad. A aceptar ser una niña cuya profesora te riña por incluir en un dibujo la bandera de España. A ver en la televisión autonómica, también pagada por todos, que el presentador 'estrella' insulta a los policías catalanes cuando defienden el orden público y el bien común. En cambio, durante los últimos años, los 'mossos' eran jaleados cuando sus jefes políticos les instaban a no cumplír los mandatos judiciales y hacer la vista gorda ante la insurrección de unos catalanes contra otros.

Si cualquiera de estas situaciones sucediera exactamente igual en Estocolmo, o en Zaragoza, o en Toulouse, o en Córdoba, o en Rotterdam, o en Orense, serían consideradas un injustificable ataque a la democracia, una inadmisible conculcación de los derechos y libertades, un retorno al fascismo, un intento de instaurar un régimen totalitario. En cualquier ciudad de un país democrático, menos en Barcelona, la opinión pública presionaría para reprobar y exigir la dimisión de la persona que ejerce la alcaldía y que, como servidor público y como ser humano, elude el más elemental sentido de la ética: solidarizarse con los funcionarios catalanes (policías) heridos que se han jugado su integridad evitando a la defensiva una colosal barbarie, y además ir a visitarlos al hospital. Eso no es de derechas o de izquierdas, es decencia.

La degradación moral de la convivencia en Cataluña irá a más si impera la cobardía a la hora de regenerar el sistema educativo y el sistema mediático. Porque millones de catalanes, desde que a edad infantil empezaron su periodo de escolarización, viven en permanente estado de manipulación y son adiestrados para encarnarla y propagarla con toda naturalidad. El continuo culto al mito de la patria como valor sagrado retroalimenta su patente de impunidad y su ofensiva contra el enemigo a batir: los millones de catalanes que no son como ellos y que aún son mayoría. Por eso se les niega que puedan sentir, padecer, discrepar. No tienen derecho a sentirse catalanes constitucionalistas porque la patria es el heroico Puigdemont o el beatífico Junqueras. No tienen derecho a ir a clase. No tienen derecho a quejarse si sufren pérdidas por las algaradas incendiarias. No tienen derecho a que la Policía les proteja. Si los supremacistas están alcanzando tamañas cotas de impostura pese a que no controlan todos los contrapesos del Estado, imaginen cómo sería de antidemocrática la gobernanza en Cataluña si manejaran el poder con total autonomía.

Desde hace más de 30 años, al compás de la paulatina modernización de todo el país, y de la asunción de los valores constitucionales, la sociedad española eliminó los resabios franquistas y represores en el Ejército y la Policía, hasta convertirlos en servidores públicos sin opción a tomarse la justicia por su mano, y garantes de los derechos y libertades de todos, gobierne quien gobierne. Tan profunda fue la maduración y la profesionalización que ni en la lucha contra el terrorismo estaba justificado asesinar o torturar. A la cárcel fueron políticos como Barrionuevo y Vera, policías como Amedo, guardias civiles como Rodríguez Galindo. Con las investigaciones de policías y guardias civiles en la lucha contra la corrupción, han ido a la cárcel poderosos antaño intocables como Rato, Urdangarín, Matas, Bárcenas,... y policías corruptos como Villarejo. Y quienes sean condenados en Andalucía por el proceso de los ERE.

En la ciudadanía no hay duda sobre la identidad democrática de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas de Seguridad, como no la hay en Alemania o en Portugal. Sin embargo, en el maniqueísmo político español no existe el mismo grado de madurez que impera en los votantes para identificarse con las instituciones del Estado. Y se intentan mantener vivos en el subconsciente colectivo los tics del pasado para insinuar que la Policía en las calles es siempre sinónimo de represión, mientras que subvertir el espacio público equivale a sinónimo de liberación. Es nefasto darle semejante coartada al sanedrín separatista, que se quita la careta cuando aplaude el sectario lema '¡Las calles serán siempre nuestras!'. La defensa más progresista de las libertades de todos en Cataluña la han protagonizado durante la semana pasada las unidades policiales antidisturbios estatal y autonómica soportando juntas las embestidas de la violencia ultramontana. Mientras tanto, las universidades catalanas, pagadas por todos los contribuyentes, achican cada vez más los espacios a la libertad y son territorio de la coacción y del miedo. La Historia nos enseña a qué desastres nos conduce eso.

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