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Actualizado: 19 dic 2020 / 09:51 h.
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  • Eduardo Parra - Europa Press
    Eduardo Parra - Europa Press

La eutanasia es uno de esos eufemismos tan delicados que a uno se le resiste una opinión firme. Evidentemente, todo el que me conoce sabe que soy cristiano y que, al margen de tal condición, me considero humanista y por tanto defensor de la vida. Y en ese sentido, no me gusta que se tenga que legislar, hablar ni opinar sobre la muerte. Pero también la muerte forma parte de la vida. Y ha de verse uno en el pellejo de quien no considera vida esa cruel y lenta agonía que sufre hasta llegar a pedir un límite para ponerse a opinar tan a la ligera. Como diría mi madre, la cuestión es no verse así. Pero el legislador, siempre que sea garantista con la libertad en su sentido más profundo, ha de ser tan ancho como la vida misma. Porque es verdad que hay más clase de gentes -y de circunstancias- que de melones, que decía mi abuelo. Por eso no me caben en la cabeza esas opiniones de quienes con una frivolidad tan dañina hablan de asesinatos y otras zarandajas para referirse a un debate moral que va muchísimo más allá de sus descalificaciones tabernarias. Porque además suelen coincidir estas opiniones con personajes tan de esperpéntica doble moral que lo que uno temería es verse en sus manos en ausencia de toda ley.

Sí, la cuestión es verdaderamente difícil de tratar en un artículo, no digo ya en una conversación de bar. La cuestión supera incluso cualquier intento jurídico de salvaguardar el derecho de las personas a no morir como perros abandonados, y no ya porque existan de facto más o menos cuidados paliativos –que los hay hasta un límite que, en la intimidad hospitalaria, ni siquiera trasciende para el debate público-, sino porque precisa de esa enmarañada disciplina de la bioética por la que las certezas de hoy no nos sirven para mañana y el avance humanístico del mañana nos sonrojaría precisamente hoy.

La historia de la humanidad ha sido también la historia de cómo nos hemos ido haciendo más humanos soltando lastres que nos parecían dogmas. Defendiendo la vida como la defiendo, y entendiendo que nadie quiere morirse hasta el límite en que le estalla ese instinto de supervivencia que tiene todo ser vivo, me consuela estos días pensar en Cristo conversando con San Dimas, aquel buen ladrón a quien Dios mismo no acusó de nada, sino que le hizo una promesa antes de que suplicara la muerte en aquella cruelísima asfixia en que se convertía la crucifixión: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Solo él y Cristo se entenderían a continuación, allá arriba, aunque acá abajo siguieran murmurando los fariseos. Hasta hoy.

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