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Actualizado: 17 mar 2019 / 10:10 h.
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  • Ruidos

Cantaba Fray Luis de León, en pleno siglo XVI, a la descansada vida del que huye del mundanal ruido. Sus razones tendría el inteligente asceta, pero hay que recordar que, en su época, en toda España había menos gente que hoy en Andalucía; que por supuesto no existía aún ni sombra de una industrialización que obligara a sembrar de golpes el aire de todos; y que el ruido al que se refería el poeta de las odas era más psicológico que físico, más de puñaladas traperas causadas por la ambición que por el tráfico insoportable, que tampoco existía.

Hoy Fray Luis hubiera preferido seguir en su celda de la cárcel a volver a las clases con aquella frase para la historia: “Como decíamos ayer...”. Porque no hubiera soportado el ruido actual, los decibelios que se disparan hasta un límite insospechado no ya hace varios siglos sino en la época de nuestros padres. Y no me refiero ya al ruido psicológico de las redes sociales, de la publicidad, de la propaganda, de las comunicaciones por todas las vías posibles que nos caben en los aparatos que nos caben en los bolsillos, sino al ruido físico que solo algunas madrugadas son capaces de combatir.

Vivimos contaminados por el ruido, y no solo porque vivamos en un país que grita su lengua, sino porque no parecemos saber usar esta lengua -ni la muscular ni la idiomática- bajo un umbral mínimo del volumen que parece exigir cada amanecer. En España, más de diez millones de personas soportan niveles de ruido superiores a los 65 decibelios recomendados por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Y no pasa nada.

Entro en un bar silencioso y el camarero, al parecer incómodo, pone la tele enseguida y sube el volumen para el que el estrés empiece a hacer su trabajo. Entro en un supermercado con cuatro clientes perdidos por sus calles y el volumen inaguantable del reguetón me hace olvidar la mitad de lo que había apuntado en mi lista mental. Hago un receso en el paseo para tomarme algo en la terraza de un bar, con la bebé recién dormida, y enseguida se para el tonto de turno a avisar a su compadre con un claxon al que no se le gastan las pilas.

He conocido a mucha gente que se levanta y pone el televisor a todo volumen antes que la cafetera. Todos tenemos vecinos que no concilian el sueño sin su previo karaoke, o que no terminan de despertarse sin su ración de sevillanas como regalo para todo el barrio, o que están deseando que llegue el sábado para iniciar su famoso concierto del martillito, porque siempre hay una obrita que terminar, de sábado en sábado, de ocho a diez de la mañana.

Cada vez se legisla más papel mojado. Estamos muy preocupados por la contaminación atmosférica y muy poco por la contaminación acústica, que es también muy grave contra nuestra salud. En 2003 se aprobó una Ley del Ruido que está sirviendo para mucho menos que las ordenanzas contra las cacas de los perros, que ya es decir. ¿Pero qué vamos a esperar si en última instancia son los ayuntamientos los encargados de fijar las cuantías de las multas y en las casas consistoriales están ya planeando quién va a gritar más en los mítines que se avecinan?

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