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Actualizado: 18 dic 2021 / 22:18 h.
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  • Sanlúcar en la muerte de Ángel Ojeda

Para quienes no conozcan Sanlúcar de Barrameda, sus playas de inexistente marea se dividen entre la ilusoria opulencia de La Jara, y la melancolía del castillo de la Pantista, donde las únicas rocas son fardos que se diluyen al paso de las patrulleras de la Guardia Civil.

La luz parece diversa, de suerte que su pequeño faro la transforma en materia, con la que escapas de la pena de sal amarga del insomnio.

Para llegar a La Jara el sendero es ascendente, entre retamas blancas y barrones, y ha no mucho, asomaba alguna chumbera de la que no queda otro rastro que el moho blanco de la cochinilla del carmín, para la que aún no se ha hallado vacuna y quizás por eso ya no hay puestos de higos chumbos de verde andino exuberante.

Al fondo, se divisa un milenario corral de pesca que contiene todos los placeres de la existencia y quizás por ello le pusieron de nombre Merlín, y en el que apenas tres o cuatro muchachos de botas altas pululan para extraer el elixir que en forma de navajas o pescado de roca consumen los restaurantes ahora constreñidos por pasaportes.

Alrededor de aquel paraje, que en nada compadece con la playa de Punta Candor de Almudena Grandes, los domingos por la mañana todo era un encuentro alrededor del “Campana”, solitario regidor del negocio de calentitos y papas, en el que la cola no escatimaba tarjetas de visitas, que más pareciera la caseta de Feria de Alfonso Mir, y donde te encontrabas a Carlos Herrera, Miguel Carmona, José Joaquín Gallardo o Toñi Moreno.

Pero hoy quiero referirme a Angel Ojeda, también en ese hilo invisible de la Jara del pasado efímero, y quien se ha ido, después de un calvario y no de enfermedad, sino por la porfía de no poder demostrar su inocencia.

Muy mal debe andar un sistema donde el epitafio ha de ponerlo tu Abogado y no una Sentencia, teniendo que publicitarla un diario, siquiera para que tu óbito encabece la memoria del buscador.

Las alturas y la vanidad se han convertido en un oficio arriesgado, agravado por la lejía de hospitales y sus impersonales luces parpadeantes.

Por eso, quiero recordar, no al nombre que se nos fue, sino las ramas pretéritas por las que caminó; el fulgor de la claridad y el extremado dolor que supone el descubrimiento por los tuyos, de que tu apellido está maldito para los que amas.

Decía Shantideva que la felicidad era el gozo de la alegría de los otros. Ya apenas consiste en esos churros que abren la rueda y los besos en el pan.

Así que, frente a los desalmados, bienvenida la lengua de las mariposas.

Descanse en paz Angel Ojeda.