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Actualizado: 02 sep 2022 / 17:50 h.
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  •  Alberto Ortega / Europa Press
    Alberto Ortega / Europa Press

Un niño, una niña constituyen el milagro más señero de la vida, la constatación biológica, psicológica, elemental, sentimental de que la vida -esta que vivimos sin que nos demos cuenta y sin que la hayamos elegido- tiene verdaderamente un origen, un comienzo, un extremo que contrasta dolorosamente con el otro de la vejez, cuando el ser humano vuelve a replegarse sobre sí mismo para volver, quizá, a donde estaba antes de venir aquí... Los niños -todos- nos recuerdan esa igualdad consustancial que se nos olvida luego. Su inocencia, su ingenuidad, su incapacidad para la doblez, pero también su dolor desbordado, la injusticia mayúscula de que le hagan daño nos reconcilia con lo esencialmente humano que guardamos todos en esa íntima habitación a la que volvemos cuando nadie nos ve.

La infancia nos pone ante el espejo de lo que somos todos: niños indefensos arrojados a este mundo sin saber la cantidad de suerte que portamos en la mochila. Los niños de la guerra suponen el colmo de este dolor sobre el que solo podemos sobrevivir mirando hacia otro lado, por duro que parezca, por egoísta que suene, por frívolo que sea. Y lo peor es que no es exacto ni justo eso de los niños de la guerra, sino que tenemos que seguir hablando de los niños de las guerras, en un plural de niños y de guerras que se solapan en los espejos cóncavos de nuestra propia maldad rebotada desde el pretérito imperfecto de los siglos de los siglos hasta este presente que ya se torna pasado en cuanto usted se detiene en este punto y aparte.

Los niños de las guerras. De las malditas guerras. De las malditas, inacabables, encarnizadas, rentables guerras. Los niños de esas guerras de las que no saben absolutamente nada y en las que valen menos, como diría Galeano, que la bala que los mata. La de Ucrania es la que está de actualidad. Pero hay muchas más, decenas, centenares de guerras solapadas, ocultas, silenciadas, subterráneas, disimuladas, innominadas, oficiosas, comarcales, locales, perdidas, remotas, pero donde también hay niños exactamente igual que los otros niños. Como mis niños y los suyos. Como todos los niños, con esa sonrisa franca que, de súbito, se vuelve ademán amargo por la incomprensión de lo que sucede, cuyos hilos mueven otros sin que jamás vayan a sopesar la posibilidad de explicarles nada. Y no me refiero solo a guerras entre países. También hay guerras domésticas, matrimoniales, extramatrimoniales, de gente adulta que desbarranca a sus propios hijos por la cuesta de sus propios odios personales. En todas las guerras, de todos los tamaños, hay niños de por medio. Niños inocentes, santos sin que los canonice nadie, niños víctimas, niños mártires, niños en cuyos ojos veríamos la tragedia del universo si nos asomáramos a ellos, pero no lo hacemos porque hay que seguir viviendo.

Solo en la famosa guerra de Ucrania, han desaparecido al menos 230 niños. La tragedia está en ese “al menos”. Al menos quiere decir que hay más niños que se han soltado de la cuerda oficialista de los datos, que andan en el limbo de los verdaderamente desaparecidos, los que nadie está buscando y que siguen existiendo en el terror de sus propias soledades en ese trance del mundo que es el infierno de verdad. Un total de al menos 7.297 niños fueron deportados desde Ucrania a cualquier parte del mundo. No 7.296 o 7.182. Cada niño del que se tiene conocimiento importa: 7.297, uno a uno. Pero hay más.

También importaban los 379 que fueron asesinados y ya son pasto de las llamas del odio reconcentrado en esa mitad del planeta a la que no miramos para no quemarnos los ojos. También esos niños eran niños como los nuestros, con sus miradas nuevas abiertas a la sensación de vivir a la hubieran tenido derecho por el solo hecho de que alguna vez los nacieran. Por eso estos días, al ver regresar a sus desiertos particulares a los niños saharauis que han pasado casi todo el verano con nosotros, creo que son al fin y al cabo niños afortunados. Aunque la fortuna sea un valor tan relativo. Aunque sus lágrimas nos sirvan de espejo en el que ver reflejadas nuestras miserias. Aunque su grandeza les haga llorar más por nosotros que por ellos mismos.

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