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Actualizado: 19 jul 2016 / 17:18 h.
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Me estiro sobre la toalla decúbito supino, los codos apoyados en la arena, la pose de la perfecta voyeur. Por lo visto, el déficit de vitamina D que padezco se cura tomando el sol, así que mientras extiendo la crema protectora sobre mi piel ardiente, observo a los demás con la impunidad que me conceden las gafas de sol.

Cuerpos bellos, ágiles y elásticos y cuerpos como jeroglíficos indescifrables, enormes como estatuas moscovitas o frágiles y angulosos como los de los insectos; cuerpos anchos como armarios de luna, desgarbados como gigantones de feria, otros diminutos y esquivos, como los de los bufones; cuerpos tersos como la membrana bruñida de un tambor o llenos de grumos y socavones, como calzadas romanas. Pieles curtidas y mates, pieles transparentes, blandas y lechosas, salpicadas de pecas, lunares, cicatrices y tatuajes. Epidemia declarada de prótesis de silicona que, pese a su desnudez, desafían a la gravedad y apuntan al Creador; repisas mamarias sólidas como mostradores de Correos, suaves pechos de mujer-niña y glándulas que exhiben la autoridad del caído en la batalla y la indolencia del que se sabe perdedor. Nalgas anchas como el páramo de Villanubla o felizmente respingonas como sandías, nalgas puro hueso y culetes importados del Brasil que arrastran tras de sí todas las miradas. Espaldas musculadas y aceitosas, peludas, enfermizas, abrasadas por el sol o encorvadas de lustros e impotencia.

Ya lo decía Mafalda en una de sus magníficas tiras firmadas por Quino: «En la playa, el género humano no tiene nada de género, ni de humano».