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Actualizado: 07 dic 2021 / 08:13 h.
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  • El papa Francisco. / EFE - Alessandro Di Meo
    El papa Francisco. / EFE - Alessandro Di Meo

Me encanta este papa mundano y me gusta que a tanta vieja guardia incluso eclesial no le guste nada, porque eso significa que Francisco representa una nueva mirada sobre las cosas que parecían así de oficio, por precepto o por ese concepto que a mí me gusta tan poco: por dogma. En lo que se refiere a ese obispo francés que ha presentado su renuncia por haber mantenido relaciones con una mujer, la actuación papal ha sido impecable. Ha aceptado su dimisión matizando que no lo hace “por la verdad” sino porque el tipo, con tantos chismes mediáticos, había sido puesto “en el altar de la hipocresía”. Es como decir, tajantemente: tonterías, ninguna. Pero a continuación ha sido indulgente con él al considerar que su pecado de la carne no ha sido grave. Más grave son la soberbia o el odio, ha añadido el papa después de preguntar a los periodistas escandalizados de qué se le acusa, exactamente como Cristo hizo con aquella mujer adúltera cuando retó a los presentes a que tiraran sus piedras si no tenían pecados.

Me gusta este papa porque está desacralizando cosas que antes parecían intocables, aunque no lo fueran. A Francisco le han preguntado por todos esos asuntos presuntamente polémicos para la Iglesia y él, con una habilidad gallega para no contestar del todo pero tampoco escurrir el bulto, ha contestado siempre dando la cara y poniendo el sentido común por encima de cualquier sentido religioso, que es justamente el criterio del propio Cristo cada vez que los fariseos lo quieren poner a prueba. Hay un pasaje fantástico en los Evangelios en este sentido: cuando le preguntan si era lícito que los judíos pagaran tributos al césar. Jesús mandó que le entregaran una moneda y preguntó quién era el que aparecía en la cara. Pues dadle a Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar, sentenció, y los dejó a todos planchados, claro. También hoy en día hay cierto interés en que el papa se caiga de un guindo, pero no.

Las cosas han de cambiar dentro y también fuera de la Iglesia, porque la hipocresía no es patrimonio de nadie, sino que está bien repartida, y hay una cierta costumbre a favor de ese conservadurismo por el que todo ha de seguir siendo como dios manda, como si dios se hubiera dedicado a mandar nada. Procedemos de unas generaciones en las que se habían fosilizado expresiones como esa, o hacer las cosas “por derecho”, “como la gente decente”, “como toda la vida de dios”, “como la gente normal”. Y el que se salía de la norma era rápidamente crucificado. Las madres solteras, los curas que colgaban los hábitos, las divorciadas. Eran mucho mejor vistos quienes organizaban el aborto a escondidas, quienes seguían de curas a pesar de otros pesares, quienes aguantaban a sus maridos pese a no merecerlo. Era como si el mundo tuviera un cierto formato antes de que nosotros aterrizáramos en él y hubiéramos de plegarnos a tales formas inamovibles, como si nuestra opinión, nuestra visión, nuestras circunstancias, lo que pensáramos no tuvieran peso alguno en un estado de cosas sagradas que estaban siempre, invariablemente, por encima de nuestra mínima conveniencia. ¿Y eso por qué? Porque así ha sido siempre. Pero no es justo. La vida no es justa. Pero eso no tiene sentido. No hace falta que lo tenga. Las preguntas y las repuestas eran todas retóricas. Y quien no se conformaba, que crujiera. No había más.

Ahora llega un papa con los pies en la tierra y dice de cualquier pecador que peca igual que todos, igual que él, y solo así podemos reconciliarnos con ese Dios que los dogmáticos se han encargado de ir alejándonos. Si un obispo tiene una querida, le deja el sitio de obispo a otro y no pasa nada. A lo mejor el problema no estaba en el obispo ni en la querida, sino en ese anacronismo de que los servidores de Dios solo puedan servirlo a Él, siendo Él como es tan generoso.

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