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Actualizado: 30 oct 2021 / 09:25 h.
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  • Las Melonas de La Puebla del Río.
    Las Melonas de La Puebla del Río.

El ministro Garzón va a prohibir la publicidad de los dulces para luchar contra los niños obesos de España. Desde luego, algo hay que hacer porque se ven demasiados niños pasados de kilos y eso no es nada sano. Pero es preocupante que el Gobierno vaya contra la industria dulcera española, precisamente cuando, según dicen, comenzamos a levantar cabeza. Primero fueron a por las industrias del turismo y la carne, y ahora a por la de los pasteles. Garzón trabaja menos que los Reyes Magos, una vez al año y sentados, pero cada cierto tiempo nos amenaza con ponerle remedio a los peligros que nos acechan.

No recuerdo que en Palomares del Río hubiera niños obesos. Quizá uno o dos, no más, y no es que fueran bocoyes. Eso sí, los dos que recuerdo eran dulceros y no de los más pobres del pueblo. Siempre fui delgado como un silbido, quizá porque para ver un dulce tenía que ponerle dos velas a la Virgen de la Estrella. La alimentación era buena: guisos caseros, bocadillos de mortadela, tostada con manteca, sopa de tomates y fruta rebuscada, que no mangada. Pero cuando terminábamos de comer nos íbamos a correr al campo y quemábamos muchas calorías, sin saberlo. Estar gordito no estaba mal visto, sino al contrario: era síntoma de buena salud. Mi tía paterna Rosario la Serena, de Arahal, me quiso casar con una del pueblo, de mi pueblo y el suyo, y para convencerme me solía decir que estaba “muy hermosota”. O sea, gordita.

Las carnes eran sinónimo de salud. Lupita no me echaba mucha cuenta, pero si le llevaba una palmera o una empanadilla de sidra, se dignaba a mirarme e incluso me dejaba llegar a ella en el paseo, la Corredera. La gente decía: “El sobrino de la Rosario le llega a La Lupita”. No que la pretendía, sino que le llegaba. ¿A dónde le llegaba? No hubo noviazgo, pero como me comía los dulces que Lupita no me aceptaba, al final del verano llegaba a Palomares con las costillas ocultas. Sin embargo, como pensaba mucho en ella y tenía 12 años, adelgazaba de nuevo. Me crié canijo. Tengo alguna fotografía en la que parece que estaba enfermo y no era eso. Es que no comíamos comida basura, como pasa con los niños de hoy, aunque no es bueno generalizar. Tampoco estábamos todo el día en el sofá mirando un móvil o jugando con el ordenador. Además, los dulces eran más sanos que los actuales.

Medio bollo con aceite y azúcar era una estupenda merienda. O con una onza de chocolate de la Virgen de los Reyes. Hacer un merengue casero con huevos del corral y azúcar, como hacía mi madre, eso no engordaba. Como tampoco engordaba un puchero con todos sus avíos, pero pocos. A veces voy a una carnicería de la Puebla del Río a por un puchero y me pone tanto de todo que saco tres, o sea, para todo el mes. Así que el ministro Garzón debería estudiar mejor la cultura del engorde antes de arruinar un sector fundamental de la economía española, como es el de la dulcería.

Por cierto, señor ministro. Si me da una dirección le puedo mandar por mensajería una docena de Melonas de la Puebla del Río, unas cuñas que no solo no engordan tanto como se pudiera pensar, sino que obran el milagro de ponernos buen color de cara. A usted le vendría bien, que tiene más mala jeró que un chino en la noria de Dubai un día después de zamparse un sopeado.