Una de las cuestiones que preocupa principalmente a los líderes políticos y a los poderes económicos es el control de la opinión pública.

Tradicionalmente ha sido vista como objetivo claro en la elaboración de campañas, y ha jugado un papel importante en el proceder de gobiernos y grandes instituciones. Controlar la opinión pública no solo pasa por decirle a la gente lo que tiene que pensar, sino que, yendo más allá, trata de establecer en qué se tiene que pensar. Esto último implica -necesariamente- el control de la población y, por ende, de sus mentes.

Son muchos los episodios históricos recientes en los que la opinión pública ha influido en las decisiones gubernamentales, llegando a impedir guerras y a derogar determinadas leyes en distintos lugares del mundo.

Desde el punto de vista de la comunicación institucional puede resultar comprensible que los partidos políticos traten de conocer a su electorado para conseguir su voto. Tampoco es especialmente sorpresivo que desde organismos gubernamentales se pongan en marcha estrategias para influir en la opinión de la ciudadanía y moldearla en función de sus propios intereses.

Lo verdaderamente alarmante es el hecho de que empiecen a introducirse otros elementos que pasan de la mera manipulación a la absoluta invención. Si lo primero es reprochable lo segundo es, sin duda alguna, una atrocidad.

En estos últimos días los medios se han hecho eco de noticias relacionadas con un fenómeno complejo que se antoja lejano: la crisis de gobierno en Bolivia. Dejando atrás los aspectos meramente ideológicos, resulta vital centrarse en las repercusiones que determinados usos de los recursos tecnológicos pueden tener sobre la democracia.

El origen lo encontramos en la campaña presidencial estadounidense de 2016. Durante ese período el equipo del por entonces candidato republicano, Donald Trump, diseñó toda una estrategia de descrédito contra Hilary Clinton. En los meses de duración de la campaña se utilizaron medios digitales de dudosa credibilidad para difundir una serie de informaciones y de noticias falsas para mermar la imagen de la candidata demócrata.

Lo cierto es que esta “guerra sucia” se ha extendido a los vecinos de América Latina, donde los índices de uso de estas técnicas van en aumento. Para concretar aun más, y a tenor de las últimas informaciones, se trata de algo que está ocurriendo en estos días en Bolivia.

Según se ha sabido, los opositores a Evo Morales han orquestado una campaña coordinada, en la que se han creado miles de cuentas falsas de Twitter para atacar al gobierno y bulos sobre Morales.

Dicha situación lleva, necesariamente, a la reflexión sobre la potencial adulteración de la democracia que implica el uso de estrategias como esta. Crear cuentas falsas de forma masiva para hacer creer que el volumen de descontento ciudadano es exponencialmente mayor al real es un claro atentado contra el valor del sufragio universal, que sí encarna la expresión de la voluntad popular.

Esta misma consideración podría extrapolarse al caso contrario. Es decir, si se elaborara una campaña que pasara por la creación de cuentas falsas para enarbolar la figura de un líder, y hacer creer a la población y a la comunidad internacional que goza de un respaldo ciudadano con el que en realidad no cuenta.

Atención, porque este nuevo proceder alerta sobre un creciente fenómeno: ya no se trata de influir en la opinión pública, ahora -directamente- se inventa sobre la marcha.