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Actualizado: 24 nov 2017 / 19:00 h.
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Era inevitable, ilusionante y obligado. La cercanía del hospital con la basílica de la Macarena sólo brindaba un camino: poner a los pies de la Virgen de la Esperanza esa vida chiquita que acababa de nacer al mundo en el centro sanitario que se bendice con su nombre. Detrás de ese universo de batas, pijamas quirúrgicos y actividad incesante se esconden las dos únicas verdades de nuestra existencia: allí se nace, pero también se muere. Pensaba ésa y otras muchas cosas en aquellos minutos de paz abrigados de terciopelo, oro y cera: era la gloria del cielo para mi hija, que se presentó a este mundo incierto acompañada de su estampa. Más allá de las obras de la futura plaza, del tráfico endiablado de la Resolana y la rotunda mole del viejo hospital de las Cinco Llagas latía un corazón nuevo que tiene toda su historia por escribir aún. El rezo era un molde estrecho para el padre que un día, por mejor herencia, le dejará el amor por muchas cosas menudas. Recordaba una canción vieja; parecía escrita para ella: Cuando tu nazcas abre los ojos/ toma la vida, es para ti/ ojalá que puedas conocer/ los veranos que he vivido yo/ y esos libros viejos que guardé/ pensando en ti hija mía/ que los bosques sigan donde están/ que aún exista el dulce olor a pan/ ojalá que quede para ti un mundo como el mío/ que la luna siga siempre ahí/ vuelen las estrellas sobre ti/ ojalá te quede todavía un mundo como el mío...