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Actualizado: 20 mar 2018 / 23:58 h.
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Ya están, desde anoche, los pasos de la Amargura mirándose frente a frente. Y entre ellos, están los bancos girados formando la efímera nave central, atravesada, que delata el tiempo en el que nos encontramos. Ya mismo sonarán de nuevo las voces de la Pasión en la Misa de saetas de la víspera. En la que todo el mundo ocupa el mismo y exacto sitio de todos los años, alrededor de los respiraderos dorados o de plata, señalando fácilmente las ausencias y las incorporaciones del relevo que es ley de vida. Pero antes, este Miércoles de Pasión, último rellano de calma de la consumida Cuaresma, aun les quedan a estos pasos enfrentados tres amaneceres sin flores. El tiempo es una corriente que fluye veloz al Niágara en que se precipitará llegado el Domingo. Y esa falta de flores es una plenitud no alcanzada que remansa las horas, porque los siete días de la próxima semana son ahora como las cuádrigas de Ben Hur antes de la carrera: a duras penas contenidas para no salir desbocadas. Disfruta el Señor del Silencio en su dorada esquina, sobre la suave cresta de la cornisa de su paso y junto a la cristalería restallante de sus guardabrisas, por vernos de espaldas extasiados ante su Madre. Disfruta la Madre de la Amargura empinándose sobre los cabitos celestes de su cera de marfil sin estrenar, contemplándonos ante su Hijo cómo le recogemos con compasivos lienzos la hemorragia de su silenciosa mirada. La rabia de Herodes desde el fondo está tendida como una cruz sobre la divina espalda que siente su peso. Se afanan los hermanos en tareas ya casi domésticas: rellenar las canastillas de los diputados, despejar los salones, prever la recogida del día después, del reparto de flores del Lunes Santo, las bandejas de plata para el Monumento del Jueves... es la servidumbre de los priostes para quienes la tarea nunca acaba, para quienes la salida acaba siendo casi un mero paréntesis entre mil labores. Una soledad de cementerio entristece las vitrinas vacías donde lloran las sayas que aguardarán a otro Domingo de Ramos. Y lo que resta palpita lejos, en cientos de hogares con las túnicas dispuestas, en el pecho inquieto de quienes gobiernan sus vidas desde lo amargo de este rostro compungido de mujer. Cuando las palmas queden sujetas a los balcones, los veréis acudir veloces a este epicentro, blancos de locura, blancos también de la vestidura de las novias para envolverla porque Ella, la Amada, no puede despojarse del rojo de su hábito de Dolorosa. En tantos templos sucederá similar historia... ¿cómo puede vivir y morir tanta gente ajena al don de Dios de haber sentido tal emoción del espíritu? No les digo más: nos vemos en ésta. Ya saben dónde. En San Juan –como siempre se dijo– Bautista, vulgo de la Palma.

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