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Actualizado: 19 jun 2017 / 12:18 h.
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  • Y se le sigue llamando Fiesta

Reconozco que lloré amargamente cuando un toro mató a Paquirri. De eso hace ya treinta y dos años. Estuve en su entierro junto a los cantaores Luis Caballero, Naranjito de Triana y el guitarrista José Cala El Poeta, que también se fueron ya, aunque por muerte natural. No recuerdo haber llorado más por ningún torero, por mucho que me impactaran las muertes del Yiyo, Manolo Montoliú o Víctor Barrio. Y estos días, la de Iván Fandiño. Es más, cuando tengo noticias de la muerte de algún torero en la plaza procuro no leer nada, sobre todo en las redes sociales, porque entonces sí que se me escapa alguna lágrima leyendo las barbaridades que se dicen sobre el torero muerto, aún caliente, y hasta de sus familiares: padres, mujer o hijos. Podría decir que entiendo a los antitaurinos, porque estoy en contra de que se haga un espectáculo con la muerte de un animal, sea el que sea, pero no los entiendo. Fandiño eligió ser torero y lo ha matado un toro en la plaza, algo que viene ocurriendo desde hace dos siglos y medio y que sigue siendo noticia. Y se le sigue llamando Fiesta a esta cosa.

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