Carmela no tuvo hijos, si por tener hijos se entiende haber parido. Pero es raro encontrar entre los 20.000 habitantes de Marchena a alguien que no la considere una segunda madre o parte de su familia. Carmela era churrera, esa profesión que hace que todo el mundo, en alguna ocasión, haya tenido contacto con ella sobre todo los domingos, que en Andalucía siguen oliendo a aceite de freír, masa recién hecha y papelón de calentitos “bien despachao”.
Si los churros fuesen un Bien de Interés Cultural (que no se sabe muy bien por qué nadie lo ha propuesto todavía), Carmela sería su embajadora. Pero no una embajadora pasiva, de esas que se sientan en un despacho para aparentar grandeza y a final de mes miran si les ha llegado sus euros a la cuenta corriente, sino una embajadora activa, de las que analiza lo que pasa a su alrededor, y lo mismo no le cobraba los churros a una familia que no podía pagarlos como que cuando le daba la vuelta a una niña, la pequeña recibía en la mano más dinero del que había pagado por los churros. Si a la familia de esa niña le hacía falta, qué importaba perder unas pesetas en la España que olía a churros frescos y franquismo rancio. Si se trata de ayudar al vecino, parecía mentira, pero unos simples churros podían dar estabilidad a una familia. Aunque Carmela era de todo, menos simple.
Cuando este texto apostilla que Carmela era churrera, el verbo está bien empleado, porque Carmela no fue churrera. Usar “era” nos acerca más en el tiempo a la profesión de una mujer que el día antes de reunir este Jueves Santo a Carmen, Pilar y Antonio para decirles hasta luego, estaba en la churrería con “su niño” -Antonio-, viendo cómo los marcheneros disfrutaban de la receta de churros particular de la familia. Sí, porque los churros pueden ser una receta sencilla en esencia, pero ninguno sabe como el de la churrería de al lado. Algo tienen los que pedimos cada día en nuestra churrería de confianza. Pero ese secreto lo guarda cada churrero como oro en paño.
La cuestión es que, a estas alturas el lector lo habrá adivinado, Carmela se ha ido. Y su marcha deja a Marchena un poco huérfana. Y no deja de ser una paradoja que una mujer que se marcó a fuego vivir con sencillez ayudando a los demás, se despida en el Viernes Santo, el día grande del pueblo, y se despidiese ayer de su gente al mismo tiempo que su Cristo de la Vera Cruz se despedía en su templo de la gente que no podía verlo en la calle.
Toda la vida tras el mostrador
Carmela se llevó 64 de sus 88 años de vida 64 años detrás del mostrador de su churrería. Por cierto, se llamaba Carmela Guisado Ternero. Reunir en unas letras su vida es misión imposible. Era empresaria, eso sí ha quedado claro, pero a ella el dinero le importaba solo para intentar echar una mano a la gente, y por eso solía jugar a la ONCE o la Lotería, pero muy pocas veces se quedaba con los billetes que compraba, porque o los daba directamente o los guardaba para intentar echar mano de un posible premio para un vecino que pasaba necesidad.