A pesar de sus achaques y de su diálisis, a Casto Moreno Merchán se le pudo ver en las siete ediciones que el Ateneo Arbonaida de El Cuervo de Sevilla ha celebrado hasta ahora en honor de su abuelo, el mítico cantaor Juan Moreno Jiménez (Jerez de la Frontera, 1862-Sanlúcar de Barrameda, 1946), que ha pasado a la historia desamparada del flamenco con el nombre de Juaniquín, creador de un estilo por soleá que transmitió a muchos grandes cantaores que continuaron su escuela. El ya célebre festival veraniego de El Cuervo, que justamente este año no se ha podido celebrar por culpa del COVID-19, se había bautizado con el nombre de La choza de Juaniquín. Precisamente a aquella choza donde vivía Juaniquín, entre El Cuervo y Lebrija, se acercaron muchísimos aficionados al flamenco para escuchar sus soleares, que interpretaba sin acompañamiento de guitarra, haciendo él mismo el compás con los nudillos. Se cree que Juaniquín había aprendido aquellas soleares, que él personalizó tanto, de La Serneta, en Utrera, donde había hecho el servicio militar.
Ayer murió su nieto varón, Casto Moreno Merchán, al que todos, sin embargo, conocían como el tito Andrés. Este nieto de Juaniquín, que ha fallecido en Los Palacios y Villafranca a los 85 años de edad, era hijo a su vez del famoso hijo perdido del cantaor, Casto Moreno Vargas, apodado El Mojiconero, por los mojicones: calentitos o churros que hacía también junto a su mujer, con quien se casó después de regresar de una huida por los montes de Málaga tras sobrevivir a un pelotón de fusilamiento en la Guerra Civil porque tuvo la suerte de que la bala apenas le rozara. Aquel Mojiconero, cuyo mote da nombre hoy a la Biblioteca del Ateneo de El Cuervo, protagonizó una de las soleares más sentidas de Juaniquín, a quien los guardias habían interrogado por su desaparecido hijo, con quien no daban ni vivo ni muerto: “Yo tengo un hijo perdío, / y si Dios no lo remedia / yo voy a perder el sentío”. El Mojiconero, antes de desaparecer y volver, había liderado durante la II República el Ateneo de El Cuervo, que se llamaba Amantes del progreso, donde se enseñaba a leer a los jornaleros analfabetos.