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Actualizado: 08 nov 2016 / 08:00 h.
  • Algunas claves del espíritu barroco
    La exposición ‘Miguel Mañara, espiritualidad y arte en el barroco sevillano (1627-1679)’ que acogió el Hospital de la Caridad en el año 2010. / Javier Díaz
  • Algunas claves del espíritu barroco
    Martínez Montañés entregó en aquella época el Señor de Pasión. / Inma Cuesta
  • Algunas claves del espíritu barroco
    Una muestra sobre las esculturas de La Roldana en los Reales Alcázares. / Javier Cuesta
  • Algunas claves del espíritu barroco
    Vista del retablo mayor de la Iglesia de San Jorge del Hospital de la Caridad. / Efe

La Sevilla que vio nacer a Bartolomé Esteban Murillo debía ser un espectáculo apabullante, revelado en el conocido cuadro de Sánchez Coello que retrata la actividad febril de las orillas del Guadalquivir en las postrimerías del siglo XVI. El Arenal aún era la puerta del viaje a las Indias y la ciudad –seguramente la más grande del mundo conocido– era un inmenso puerto sumido en un frenético ritmo comercial y una intensa vida que mezcla placeres y penitencias a cargo de señores y burgueses, nobles de todo pelaje, indianos, siervos, frailes, monjas, clérigos seculares, esclavos, negros y mulatos, buscavidas, aventureros, cómicos, meretrices, tullidos, maleantes, soldados y una legión de artesanos y artistas. Pero aquel mundo y sus esplendores tenían una cercana fecha de caducidad.

En las calles y los templos de aquella tremenda urbe amurallada con una puerta abierta al océano conviven la picaresca más desenfadada con el más alto misticismo. Ésa es la ciudad que contempla los primeros pasos del futuro pintor y alienta el espíritu barroco. El oro y la plata de América habían entrado a espuertas, propiciando la primera gran transformación de la urbe medieval, el enriquecimiento de sus templos y conventos y el auge de sus hermandades. Sevilla, entonces sí, era el auténtico centro del mundo conocido.

Pero hay otros hechos relevantes que dibujarían perfectamente el clima en el que se va a mover Bartolomé Esteban Murillo. La Semana Santa, envuelta en la estela de la Contrarreforma, es un hecho consolidado, espoleado por el famoso decreto del cardenal Niño de Guevara que obligó en 1604 a todas las cofradías de la orilla de Sevilla a hacer estación de penitencia a la Santa Iglesia Catedral. Se estaba fundando la fiesta moderna y hasta los cimientos de la carrera oficial que ha llegado hasta nuestros días con sucesivas ampliaciones en su trazado.

Tampoco se puede soslayar otro hecho fundamental para comprender el especial clima de religiosidad en el que se mueven las primeras décadas de la centuria. En 1615 se había formulado el famoso Voto de Sangre de la hermandad del Silencio que venía a poner fin a las trifulcas concepcionistas entre franciscanos –defensores de la Pura y Limpia concepción de la Virgen– y los padres dominicos, que predicaban justo lo contrario.

El desarrollo del Concilio de Trento, que se había celebrado en mitad del siglo anterior, sería fundamental para entender la exteriorización de la celebración pasional, que ya había vivido un primer impulso con el establecimiento del Vía Crucis entre la Casa de Pilatos y la Cruz del Campo, importado por el marqués de Tarifa después de su histórico viaje a Tierra Santa, justo un siglo antes. Pero aquella Semana Santa que buscaba el ascetismo del campo se va a transformar en una fiesta urbana en el siglo XVII. El clima de fervor religioso hay que entenderlo también como una reacción: Sevilla no había sido ajena a los vientos de la iconoclastia protestante, combatida con la renovación del arte sacro. De la misma forma, las dudas teológicas sobre la figura de la Virgen se responden con la potenciación de su culto y la multiplicación de imágenes. En esa ciudad, mitad santa mitad canalla, la herejía convive con la ortodoxia y la Santa Inquisición echa horas extras. Ése es el panorama religioso, económico y social en el que ya habían dado sus primeras cofradías como la Trinidad, la Soledad del Carmen, Montesión, Estrella...

Ése es un mundo perfectamente consolidado en 1617, año del nacimiento de Murillo. Martínez Montañés, que ya era un artista consagrado, había entregado un par de años antes la imagen del Señor de Pasión a la emergente cofradía del convento de la Merced, en el actual Museo de Bellas Artes; a Juan de Mesa le quedaban sólo tres para dar los últimos toques a la figura de un Nazareno de poderosa zancada que los hermanos de la cofradía del Traspaso venerarían como Nuestro Padre Jesús del Gran Poder. A partir de ahí, Mesa alumbraría una impresionante serie de crucificados –Amor, Conversión, Buena Muerte o Agonía de Vergara– que marcan la cumbre de su genio creador. El niño que pasaría a la historia como mejor intérprete del misterio de la Purísima Concepción respiraría esa atmósfera artística, religiosa y social y rezaría a esas mismas imágenes. No hay que olvidar que la Sevilla de Murillo es también la del Velázquez anterior a sus sueños madrileños, la de los Zurbarán, Alonso Cano, Juan de Valdés Leal o los escultores Andrés y Francisco de Ocampo, Ruiz Gijón –que entrega el Cachorro en 1682– o Pedro Roldán, uno de los creadores más influyentes cuyos modelos se han perpetuado hasta nuestros días.

Aquella carrera de esplendores experimenta un severo frenazo al mediar el siglo. El Barroco se hace pleno a la vez que se precipita el mundo en el que había germinado. La plaga de peste que enterró a la mitad de los sevillanos a mediados del siglo XVII sentencia muchas certezas. Aquella epidemia también se llevó por delante a Juan Martínez Montañés en 1649. La muerte del escultor certificaba el fin de una ciudad que entraba en tiempo de penitencias, la misma que alienta la salida del Cristo de San Agustín de la Puerta de Carmona –la gran devoción del momento– para librarlos de aquel mal. El Siglo de Oro daba paso al ciudad de las postrimerías y las tinieblas. Era el tiempo de Miguel Mañara y la otra cara de una misma moneda: In icto óculi.

La figura de Mañara resume, por si sola, el espíritu barroco de la segunda mitad de aquella centuria. Es un momento fundamental al que tampoco iba a ser ajeno un Murillo que ya ha dejado atrás la juventud y se adentraba en su madurez artística. Mañara había ingresado en la hermandad de la Santa Caridad después de una profunda catarsis vital que no es ajena al carácter dual de aquel momento histórico. La santidad nacía del pecado...

Mañara Vicentelo fue el reformador de la hermandad de la Santa Caridad, impulsor de la construcción de su hospital y el catalizador de uno de los momentos artísticos más importantes del Siglo de Oro. Murillo se enhebrará en el imaginario del piadoso caballero para legar el impresionante programa iconográfico que el propio don Miguel ideó para la iglesia de San Jorge, guinda del recinto hospitalario. En aquel empeño participó también Valdés Leal pero hay que destacar especialmente el trabajo del escultor Pedro Roldán que se une a Murillo en un curioso maridaje artístico que renueva la iconografía religiosa. Murillo fallece en 1682, sólo tres años después de Miguel Mañara. Pedro Roldán, que muere en 1699, desaparece a la vez que se extingue ese Siglo de Oro que alargará su estela.