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Actualizado: 26 may 2017 / 12:22 h.
  • La memoria fantasma de una urbe enterrada
    Estatua de Venus, una de las inquilinas del Museo Arqueológico. /El Correo
  • La memoria fantasma de una urbe enterrada
    Bajo el suelo de Sevilla sigue durmiendo, oculta, la antigua Hispalis romana, de la que no hay muchos restos visibles. / El Correo

Una de las sensaciones más curiosas de cuantas puede experimentar el sevillano recién llegado a Roma es, de algún misterioso e inexplicable modo, la de haber vuelto a casa. Será por ese paseo soleado junto a las murallas que, salvando las distancias, hacen recordar la Macarena; o más correctamente, por cierto espíritu colosal y clásico que la capital del Guadalquivir consiguió retener pese a los cinco siglos de dominación musulmana y a los setecientos años siguientes, de permanente reestructuración y reelaboración urbana. Por toda la Sevilla antigua, entre la Puerta de Carmona y Sierpes y entre Santa Catalina y Mateos Gago, se esconde bajo tierra la memoria romana de esta ciudad que nació siendo un poblado turdetano llamado Ispal, una denominación de origen impreciso que acabaría derivando en la Híspalis que hoy todavía se utiliza como sinónimo de Sevilla y como referencia poética.

La presencia romana por esta zona y sus contornos comienza en el año 206 antes de Cristo, cuando las legiones de Escipión el Africano, a la caza y captura de Aníbal, acabaron con el dominio cartaginés del lugar y tomaron posesión de un enclave de clara conveniencia estratégica. El celebérrimo general fundó sobre las colinas poncinas la villa de Itálica, y no sería hasta más de un siglo después cuando Julio César aprovecha el poblado indígena de la planicie para erigir lo que desde entonces sería la Colonia Julia Rómula Híspalis, donde Julia era por su propio nombre y Rómula significaba pequeña Roma. En resumen, una pequeña Roma a la mayor gloria suya.

Hoy es complicado seguir el rastro de aquel sueño de grandeza del dictador que acabó con la república romana y dio paso, en la persona de su sobrino nieto Augusto y sucesores, a la definitiva forma de imperio que se prolongaría hasta el fin de los días de esplendor de la entonces capital del mundo. Ni el trazado original, ni mucho menos sus contornos, ni los monumentos, templos y casas de aquel tiempo se conservan, más que en escasos añicos arqueológicos que permiten pensar en la fastuosidad de la ciudad, del mismo modo en que un diente de tiburón primitivo del Museo Arqueológico de Sevilla (donde también dormita parte de la memoria romana) prueba que existió una vez un monstruo marino de 20 metros, el megalodón, dueño y señor de las aguas no muy lejos de donde ahora mismo se lee este periódico. Aunque no se pueda ver.

Un par de lápidas a modo de parches en la base de la Giralda; las tres columnas de la calle Mármoles y las que sujetan a Hércules y a César en la Alameda; las ánforas y restos de la actividad comercial fluvial que aparecen de vez en cuando en las excavaciones; los hallazgos que pueblan el Antiquarium, con su fantasmagoría de piedra sobre la vida en la antigua Sevilla hoy subterránea; los arcos supervivientes de los Caños de Carmona, trazado original romano con arreglos en la época musulmana; el almacénde la época de César que apareció bajo el Patio de Banderas... y pare de contar. Da la sensación de que también el pasado clásico de Sevilla, como los tiburones, tuviese un esqueleto cartilaginoso del que apenas nada hubiera quedado, pero no es así: el ser gigantesco sigue ahí abajo, enterrado bajo cinco metros de exitosa trayectoria histórica de una ciudad cuya gloria fue permanentemente renovando y, consecuentemente, sepultando su pasado. Es decir, que Híspalis está demasiado abajo como para que aparezca a la menor oportunidad. Pero está. Y es ese fantasma presentido el que quizá favorece la inexplicable familiaridad con que el sevillano respira los aires de Roma, se pasea por su foro y deja sonar sus suelas sobre el viejo empedrado del kilómetro cero del mundo civilizado.

Hay empresas de visitas turísticas e instituciones que ofrecen recorridos por la Sevilla romana, o por la imaginaria Sevilla romana. Alguna vez, desde la Casa de los Pinelo, el historiador y arqueólogo Ramón Corzo ha guiado una ruta de estas características con acceso incluido a la cisterna de la Plaza de la Pescadería, hoy cerrada. Y sea de un modo u otro, el paseo es necesariamente una invitación a la fantasía; a imaginar a la guardia haciendo sonar sus latas con estrépito por la actual calle Águilas –el Decúmano Máximo– y suponer cómo sería el templo (¿de Hércules? ¿De Apolo?) de la calle Mármoles, esa bombonera rebozada de columnas. Foros, anfiteatro, palacios, mercados... todo eso queda ya al servicio de la más pura fantasía o de la más científica elucubración. Solo el Antiquarium y el Museo Arqueológico de Sevilla permiten, a día de hoy, la ensoñación de una Sevilla romana que tal vez algún día, con nuevas técnicas de prospección, emerja por fin a la luz para que las generaciones venideras se complazcan aún más que las actuales en su pasado. Por lo pronto, las piedras ocultan las piedras bajo los pies de los sevillanos. Y ese enigma, en un lugar como este, no puede ser tomado más que como elemento embellecedor y mitificador.