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Actualizado: 29 dic 2019 / 10:07 h.
  • Montañés y su tiempo
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La Sevilla que recibió a Juan Martínez Montañés debía ser un espectáculo apabullante, revelado en el conocido cuadro de Sánchez Coello que retrata la actividad febril de las orillas del Guadalquivir en las postrimerías del siglo XVI. El Arenal era la puerta del viaje a las Indias y la ciudad -seguramente la más grande del mundo conocido- era un inmenso puerto sumido en un frenético ritmo comercial y una intensa vida que mezclaba placeres y penitencias a cargo de señores y burgueses, nobles de todo pelaje, indianos, siervos, frailes, monjas, clérigos seculares, esclavos, negros y mulatos, buscavidas, aventureros, cómicos, meretrices, tullidos, maleantes, soldados y –por supuesto- una legión de artesanos y artistas. El oro y la plata de América seguían entrando a espuertas, propiciando la primera gran transformación de la urbe medieval, el enriquecimiento de sus templos y conventos y el auge de sus hermandades.

Sabemos con certeza que el creador ya se había afincado en Sevilla definitivamente en torno a 1587, año de su boda con Ana de Villegas, hija de un ensamblador toledano. Las fechas y las efemérides nos sirven para enhebrar la vida de Montañés en los principales hitos de la ciudad emergente. De hecho, la coronación del viejo alminar almohade con el impresionantes campanario renacentista del alarife cordobés Hernán Ruiz II había coincidido con la llegada al mundo de Martínez Montañés, bautizado el 16 de marzo de 1568 en la parroquia de Santo Domingo de Silos de Alcalá la Real. Era el mismo año que se izaba el Giraldillo al techo de Sevilla. Mientras tanto, partiendo del vértice poderoso de la Giralda, la ciudad símbolo comenzaba a dibujar su propio ‘sky-line’. Sevilla, entonces sí, era el auténtico centro del mundo conocido.

La Sevilla de la contrarreforma: el auge de las cofradías

Pero hay otros hechos relevantes que dibujarían perfectamente el clima en el que se va a mover Juan Martínez Montañés. Su entrada en la pujante Híspalis coincide con la consolidación de la Semana Santa, envuelta en la estela de la Contrarreforma. El Conciclio de Trento se había celebrado en mitad de la centuria y su desarrollo sería fundamental para entender la “exteriorización” de la fiesta, que ya había vivido un primer impulso con el establecimiento del Vía Crucis entre la Casa de Pilatos y la Cruz del Campo, importado el marqués de Tarifa después de su histórico viaje a Tierra Santa. Ese clima de fervor religioso hay que entenderlo también como una reacción: Sevilla tampoco era ajena a los vientos de la iconoclastia protestante, combatida con la renovación del arte sacro. De la misma forma, las dudas teológicas sobre la figura de la Virgen se responden con la potenciación de su culto y la multiplicación de imágenes. No hay que olvidar que en aquellos años se encuentran muy activos algunos viveros de protestantismo como el truncado foco luterano de los frailes de San Ididoro del Campo. En esa ciudad, mitad santa mitad canalla, la herejía convivía con la ortodoxia y la Santa Inquisición echaba horas extras. Ése es el panorama religioso, económico y social en el que dan sus primeros pasos cofradías como la Trinidad, la Soledad, Montesión y la Estrella. Es el mismo panorama que envuelve a un joven veinteañero que en 1588 se examinaba con éxito ante Gaspar del Águila y Miguel Adán, alcaldes veedores del Gremio de Escultores y Entalladores, siendo considerado “hábil y suficiente para ejercer dichos oficios y abrir tienda pública para ejercer las tareas de escultor entallador de romano y arquitecto de retablos”. Un dato curioso: la vida profesional de Montañés comenzaba el mismo año que se establecía en la ciudad -siguen las casualidades- un recaudador del Rey llamado Miguel de Cervantes Saavedra que pasaría algunas fatiguitas en Serva La Bari...

Montañés ya era escultor y entallador de hecho y de derecho pero aún quedaban 27 años para que alumbrara la que sería su obra cumbre para la imaginería procesional sevillana, el Señor de Pasión, que ya ha rebasado los cuatro siglos bendiciendo a esta ciudad. Pero hay que volver a bajar las escaleras de la historia. A pesar de la juventud del Montañés que se estrena como profesional independiente, el artista distaba mucho de ser un mero aprendiz. Antes de volar por su cuenta había adquirido una sólida formación en Granada bajo la batuta del escultor Pablo de Rojas, al que comenzó a servir siendo solo un niño. También está débilmente documentada una estancia posterior en Sevilla para ampliar su formación y forjar su definitiva personalidad artística, que parte de postulados renacentistas y manieristas y viaja hasta las puertas del naturalismo barroco.

De la forja a la fama

Con su obrador abierto en la antigua calle de la Muela -la actual O`Donnell- el escultor se sumerge en un clima de efervescencia creativa que no va a ser ajeno al desarrollo de su propia obra. La Sevilla del primer Montañés es la de los últimos artistas del Manierismo y el Renacimiento pero acabaría siendo también la Sevilla de Murillo, del Velázquez anterior a sus sueños madrileños, la de los Zurbarán, Alonso Cano, Valdés Leal, Juan de Mesa... Montañés vuela por encima de ellos y despliega una irrefrenable presencia social y personal que es paralela a su valía artística. Era lo que hoy entenderíamos por un famoso.

Pero, ¿quién era realmente Martínez Montañés? ¿Cómo fue ese artista valorado y endiosado que no es ajeno a pendencias -llegó a estar en la cárcel por matar a un hombre- y mezcla sus pleitos con la Inquisición con la pertenencia a fervorosas congregaciones y hermandades? ¿Por qué Pacheco -suegro de Velázquez y uno de sus más fieles colaboradores- llegó a decir de él que estaba “persuadido que es hombre como los demás y no es maravilla que yerre como todos”. ¿Despertaba pasiones encontradas entre sus allegados? El profesor José Hernández Díaz, uno de los mayores estudiosos de su obra, llegó a esbozar su propia teoría sobre la fuerte personalidad del creador alcalaíno: “fue hombre de temperamento cicloide... de acusada virilidad, dinámico, con reacciones violentas e irritable y quizás con algunas crisis depresivas, dotes de organizador y notoria capacidad directora; supo de su valía y ello debió motivar cierto complejo de superioridad que se patentiza través de su vasta producción”.

Lo que parece seguro es que Martínez Montañés se encuentra en la cúspide de su fama y absolutamente cuajado como artista cuando contrata la realización de Jesús de la Pasión. Ya era un hombre maduro, que ronda los 47 años y que ya había realizado otra obra cumbre de la escultura del último Renacimiento: el catedralicio Cristo de la Clemencia, que había sido policromado por el mismísimo Pacheco y ahora figura en la exposición del Museo. Pero el Señor de Pasión abre las puertas definitivas de ese barroco naturalista que acabaría abanderando Juan de Mesa, su discípulo más aventajado y prematuramente desaparecido hasta perderse por completo su memoria de forma inexplicable.

No se ha documentado la fecha exacta de la realización del Nazareno aunque sí se conoce a ciencia cierta que en 1615 ya recibía el culto de su cofradía, establecida en la Casa Grande de la Merced, el mismo edificio que hoy ocupa el Museo de Bellas Artes. Los testimonios de la época y los que se han podido ir recogiendo posteriormente confirman el afecto y la devoción que debió profesar Montañés a su Nazareno de la Pasión. El pintor y tratadista cordobés Antonio Palomino -que vuelve a corroborar la autoría montañesina algunas décadas después de la hechura del Señor- se hace eco de la extendida leyenda que señala que el escultor iba a contemplar la sagrada imagen en su estación de Semana Santa preguntándose si aquel “portento” era el mismo que había salido de sus manos.

Esa misma tradición oral es la que recoge el pintor costumbrista Joaquín Turina -padre del compositor del mismo nombre- para trazar la leyenda en su conocido cuadro: Montañés, ya anciano, aparece sentado en un sillón frailero, flanqueado por unas dueñas arrodilladas y unos caballeros descubiertos y armados con espadas. La cofradía sale por un arco ojival: un estandarte, una manguilla y una cruz con sudarios separa los tramos de nazarenos y penitentes vestidos con túnicas blancas y moradas que azotan sus espaldas desnudas al Sol del Jueves Santo.

El Señor sigue recibiendo el cariño de los suyos y la devoción de toda Sevilla desde su camarín, que trasparenta los naranjos del patio de abluciones de la antigua mezquita que antecedió al templo colegial. Abrigado por el altar de plata del colegio de los Jesuítas, el Nazareno de Montañés es uno de los eslabones más sólidos del alma de la ciudad interior. Los poetas quisieron pintar un lirio en contraposición al cardo doliente del Gran Poder; tan parecidos, y tan distintos. Podríamos evocar las palabras del arzobispo dieciocheco Despuig y Dameto, gran devoto del Señor que después de orar largamente ante su imagen quiso encontrarle un defecto: “le falta respirar”.

Las postrimerías

Agustín Sánchez Cid firmó la escultura de Juan Martínez Montañés que se colocó en la plaza del Salvador, muy cerca de su Señor de Pasión, en 1924. Pasó por la avenida de la Constitución antes de ser devuelta a su emplazamiento original en 1983. La plaza había servido de desbordado cementerio para los fallecidos por aquella plaga de peste que enterró a la mitad de los sevillanos a mediados del siglo XVII. La epidemia también se llevó por delante al escultor, que ya había enterrado a muchos de sus contemporáneos pero no logró sobrevivir a aquella terrible enfermedad. Montañés falleció en 1649. Contaba 81 años y fue enterrado en la primitiva parroquia de la Magdalena. El testimonio de su mujer, tomado de un documento firmado en 1655, recoge que el creador había renunciado a una sepultura propia en el convento de San Pablo, donde está erigida la actual parroquia. Una lápida casi ilegible en una de las fachadas de la plaza recuerda que Martínez Montañés fue enterrado en aquel templo desaparecido, derribado por los franceses. La iglesia ocupaba el espacio que dejan las confluencias de las calles de San Pablo, Rioja y Méndez Núñez. Por allí deben andar sus huesos, mezclados con cables, tuberías, husillos y asfalto... La muerte de Montañés también certificaba el fin de una ciudad que entraba en tiempo de penitencias. El Siglo de Oro daba paso a la ciudad de las postrimerías y las tinieblas. Era el tiempo de Miguel Mañara. Era la otra cara de una misma moneda: “In icto óculi”.