Hace apenas unos días, ha salido a la luz la noticia del descubrimiento del antiguo palacio del rey árabe Al-Mutamid en una casa del Patio de Banderas, la gran plaza que encontrará a la salida de los Reales Alcázares. Realmente se ha confirmado lo que ya los historiadores sospechaban después del hallazgo, hace algunos años, de importantes restos arqueológicos en la casa nº 8 del antes citado patio. Pero usted se preguntará, ¿Y quién era Al-Mutamid?
Pues uno de los más famosos y queridos reyes de Sevilla. Miembro de la dinastía de los abbadíes, reinó la poderosa taifa de Sevilla durante más de 20 años al final del siglo XI. Estos reinos de taifa surgieron de la decadencia del Califato de Córdoba y su posterior disgregación en territorios más pequeños. La Taifa de Sevilla era una de los más grandes, alcanzando durante el reinado de Al-Mutamid su máximo esplendor, época en la que se anexionó territorios del Algarve, en el sur de Portugal; es en esta región donde precisamente nació este personaje, concretamente en Beja, aunque fue en Silves donde maduró y se instruyó intelectualmente, de la mano del gran poeta Ibn-Ammar, el cual sería a la postre uno de sus más importantes consejeros.
Fue la habilidad de Ibn-Ammar la que, según relata la leyenda, evitó que Alfonso VI de Castilla tomara la ciudad; aprovechando que ambos reyes estaban unidos por la afición al ajedrez, tanto el monarca castellano como el abbadí quedaron en jugar una partida; el que perdiera, debería pagar un grano de trigo por la primera casilla, dos por la segunda, cuatro por la tercera, y así doblando la cantidad en cada una de las casillas hasta la última. Ibn-Ammar era un excelente jugador y derrotó a Alfonso, el cual no imaginaba al comienzo de la partida que no existía trigo suficiente en los campos de Castilla para pagar al rey árabe, por lo que decidieron a cambio dejar tranquila a Sevilla por un tiempo.
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También Ibn-Ammar introdujo a Al-Mutamid en el noble arte de la poesía, a la postre una de las principales aficiones del rey, que por algo le llamaban el rey poeta. Solían ambos salir a pasear por la ciudad mientras recitaban poemas; así, cuando uno comenzaba un verso, el otro lo terminaba. En una ocasión, una bella chica a las orillas del Guadalquivir se apresuró a terminar con destreza un poema que comenzó el monarca árabe, el cual se enamoró de ella por su belleza y picardía. Se trataba de la alfarera Rumaikiyya, la cual se convirtió en su esposa bajo el nombre de Itimad. Una mujer que, según otra leyenda, estaba triste en invierno porque no nevaba en la ciudad, por lo que su rey se ofreció a colmar sus caprichos plantando numerosos naranjos, para que cuando florecieran con el azahar, ella pensara que una fina capa de nieve había cubierto los árboles.
Fueron años de felicidad para el rey, el cuál amplió la extensión de su reino hacia el este, anexionando las taifas de Córdoba y Murcia. Y también fue un período de esplendor cultural, en el cual Sevilla se convirtió en una Meca para los intelectuales. La corte del rey recibía constantemente a los mejores médicos, geógrafos o astrónomos, y existían en la ciudad diversas escuelas universitarias. Sobre todo floreció en este período la poesía, la cual fue separada de la música por primera vez, organizándose justas poéticas en las que los poetas se retaban entre sí.
Pero la reconquista avanzaba desde el norte y amenazaba seriamente a todos los reinos taifas, los cuales no podían contener por más tiempo a las tropas cristianas, o no podían pagar los tributos con los que frenaban por un tiempo sus pretensiones conquistadoras. Y ante esta amenaza Al-Mutamid cometió un error fatal, mirar al norte de África y pedir ayuda a los temidos almorávides, también llamados los monjes guerreros, comandados por el emir Yusuf Ibn Tasufín. Sus soldados bereberes, después de derrotar a los cristianos, se acabarían apoderando de todos los reinos taifas de Al-Andalus.
Uno de ellos el reino de Sevilla, por lo que Al-Mutamid fue apresado y desterrado junto a su querida Itimad a Marruecos, donde finalmente morirían. Sus restos reposan en la ciudad de Agmat, a los pies del Atlas. Allí parecen retumbar todavía sus versos, recordando a su amada Sevilla: “yo era amigo del rocío, señor de la indulgencia, amado de las almas y de los espíritus; mi diestra regalaba el día de los dones y mataba el día del combate; mi izquierda sujetaba todas las riendas que dominaban a los corceles en el campo de batalla. Hoy soy rehén de la cadena y la pobreza, apresado, con las alas rotas”.