Facebook Twitter WhatsApp Linkedin Copiar la URL
Enlace copiado
Actualizado: 18 dic 2016 / 11:50 h.
  • Cabo Carvoeiro: el infierno flota en el Muelle de las Delicias
    Carta del preso Juan Capdepont, desde el Cabo Carvoeiro. / El Correo
  • Cabo Carvoeiro: el infierno flota en el Muelle de las Delicias
  • Cabo Carvoeiro: el infierno flota en el Muelle de las Delicias

Poco le importaba a Quisca que fuera el día de la Inmaculada. Ese 8 de diciembre del 36 ella se apresura, cargada con su escudilla, hacia la orilla del río. Una mole negra flota en el pantalán, tenebrosa, más lóbrega aún en mente que en apariencia. Un navío que bien podría ser el de Caronte. Durante las últimas semanas, esta vecina de Villamanrique no había faltado a su cita diaria con el barco Cabo Carvoeiro, hasta el que llevaba víveres a su marido, Manuel Colchero Irizo, guardia municipal del mismo pueblo, padre de Diego, Manuel y la casi recién nacida Reyes y detenido y confinado en esta improvisada prisión flotante.

Quisca llegó hasta ese Guadalquivir convertido en tétrico Aqueronte para recibir la noticia tan temida como casi esperada. Manuel ya no estaba en las entrañas del Vapor de la muerte. Se lo habían llevado, y el barco, cumplida su misión de mazmorra de republicanos al inicio de la sublevación, abandonaba el lugar. «Sí, lo han fusilado». Caminando río arriba, Quisca era un mar de lágrimas: zozobra, miles de preguntas y una única convicción: justicia, ¿qué diablos es eso?

Apenas unos días después de ser tomada por los sublevados, y en lo que las distintas columnas rebeldes entraban a tiros en los pueblos de la provincia, Sevilla se atestó de presos. Si el 18 de julio del 36 eran 320 los internos en la prisión provincial, en ese corto lapso inferior a una semana, ya eran 1.500 detenidos. Las bandas armadas que tenían el control de la ciudad, las que se hacían llamar «la Autoridad», habían conseguido hacinar la ciudad. Estas detenciones masivas llevaron a los mandos golpistas a improvisar centros de reclusión por toda la urbe, desarrollándose un auténtico mapa de oscuras postas: el cine Jáuregui, el cabaret Variedades, los sótanos de la Plaza de España o el ya referido vapor de la muerte, el barco Cabo Carvoeiro, propiedad de la naviera Ybarra, de la oligárquica familia vascoandaluza de idéntico apellido.

En los escasos meses que estuvo atracado a orillas del río, entre finales de julio y principios de diciembre, un sinfín de presos republicanos llegados de toda la provincia entraban y salían sin remisión. El trajín era constante, llegándose a contar una masa diaria de unos 500 hombres, aunque a mediados de agosto, se alcanzó la cifra de 720 presos concurrentes.

Las bodegas del mercante eran también sus celdas. El hacinamiento era extremo, con apenas un metro y medio cuadrado por preso. Cientos de hombres sufrieron, bajo ese metal recalentado, la canícula estival sevillana, a lo que se unía la ausencia de las más elementales condiciones de higiene. Sin apenas comida, el hambre hacía mella, y solo se paliaba con los víveres que los familiares acercaban casi a diario. Se desarrolló una curiosa forma de comunicación, ya que solo los niños estaban autorizados a pasar al interior del barco. Ellos, menores de 10 años, eran los mensajeros de alimentos y muda limpia, y a su vez, de información. Entre sus ropas, cartas camufladas narraban la realidad paralela que se vivía, dentro y fuera de ese horrible infierno flotante.

Muchas de esas notas portadas por los pequeños avisaban a los infaustos recluidos de la crudeza que ya por entonces alcanzaba la represión. Las tapias del cementerio, por citar uno de tan funestos lugares, albergaban cada noche un festival del horror: camión repleto de hombres estremecidos, coches en semicírculo focos encendidos, voluntarios falangistas y fusiles cargados de odio. La ejecución dejaba cuerpos apilados al amanecer. Ese fue el destino que corrieron la inmensa mayoría de reclusos del Cabo Carvoeiro.

El procedimiento era trágico. Al llegar al barco, se les hizo un completo expediente que luego sería marcado con las siglas de la muerte, una clave diabólica en la esquina superior izquierda del papel amarillento: x2. Esto significaba que ese detenido tenía que ser ejecutado. Voluntarios falangistas en comandita, sentencia en mano, se recorrían las prisiones. Las sacas de presos eran trágicas. El Cabo Carvoeiro las vivió cada día, y su desembocadura siempre fue la misma: la muerte.

El resumen es tan siniestro como puede imaginarse, pero, volvamos al origen. ¿Cómo llega un barco de mercancías a convertirse en cárcel? El Cabo Carvoeiro era uno de los 24 buques que componían la flota de Ybarra en 1936. Fue construido en 1909, en Newcastle, por encargo de la propia compañía Ybarra. Un barco grande, con 80 metros de eslora capaz de transportar 3.300 toneladas en sus dos bodegas. El 18 de julio, el barco se encontraba entre Alicante y Ceuta cuando recibió la orden radiofónica de los golpistas de dirigirse a Sevilla, primero, permaneciendo en el paraje de Bonanza hasta que el 24, le fue reordenado arribar a la capital y descargar las bodegas. Situado en el lado de Triana, ocupó distintos lugares como el Muelle de las Delicias, el de Tablada y el de la Paja.

Ybarra, por su parte, participó con gusto en tan maña vileza. La compañía, que puso a disposición de los golpistas otros buques e incluso una hacienda de su propiedad en Tomares, coincidente con el actual Ayuntamiento, que sirvió también de prisión. El régimen emanado del golpe militar y la Guerra Civil, supo premiarles. Su denodada implicación no fue gratuita. Ybarra reclamó su parte del botín y lo recibió: un millón y medio de pesetas en la España de 1940 –una auténtica fortuna- y otras doscientas cincuenta mil pesetas por los costes derivados del servicio prestado por el oscuro Cabo Carvoeiro. Y el barco de la barbarie atracado en el Guadalquivir siguió navegando hasta la década de los sesenta, impasible a las atrocidades de las que había sido testigo.

Nota del redactor: Este reportaje es posible gracias a las investigaciones de Manuel Bueno Lluch y José María García Márquez, así como al testimonio de Diego Díaz Colchero, nieto de Manuel Colchero y Quisca.