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Actualizado: 31 dic 2017 / 10:44 h.
  • Antonio Zoido: experto en asuntos generales

«Me gustaría ser recordado como una persona buena, en el sentido machadiano», decía ayer Antonio Zoido Naranjo, nuevo director de la Bienal de Flamenco de Sevilla como feliz colofón a un esperpento de insospechadas consecuencias que empezó en julio con la dimisión del cargo de Cristóbal Ortega, el relevo efímero por parte de José Luis Ortiz Nuevo –que llegaba como el mesías salvador de un asunto que él mismo había creado en 1980 pero duró dos meses– y el nombramiento al fin del sabio de Monesterio (Badajoz). Circunstancia esta, la de su nacimiento en Extremadura en 1944, que lo convierte en andaluz de Al Andalus. Lo del sentido machadiano no lo dice por decir, siendo como es miembro de la Fundación Machado, amén de otros cometidos aparte del recién adquirido: escritor, editor, traductor, columnista, articulista, licenciado en Filosofía por partida doble (Roma y Madrid), flamencólogo, historiador, sevillano –entendido como oficio–, exdirector del Parque del Alamillo, fundador del Sindicato de Obreros del Campo (SOC), preso del franquismo, comisario de exposiciones diversas –entre ellas, la de los 110 años de El Correo–, encargado que fue del portalón de arrastre de la Plaza de Toros de la Maestranza... y desempolvador de los más de 20.000 libros que hacen de su hogar aljarafeño el de una familia hipernumerosa. «Sí», reflexionaba Zoido, «me gustaría ser recordado como una persona que sabía algo de muchísimas cosas, sin ser experto en nada. Soy, se podría decir así, experto en asuntos generales, je, je. Porque teniendo una base cultural mediana, lo que sí tengo es una mente organizadora», explicaba; «soy lo que podríamos llamar un estratega cultural». Y si se le pide que lo piense, solo le viene a la cabeza una espinita que se le ha quedado clavada: «Me habría gustado saber tocar el piano». Claro que, en ese caso, ¿cuándo escribiría? Porque a su lado el Tostado era un aficionado al haiku.

Pero si un aficionado al haiku hubiera tenido que describir a Antonio Zoido, probablemente habría dicho que es el quejío multidisciplinar. El llanto transversal. El cofre de la memoria de la tierra. Zoido tiene la llave del recuerdo como Mairena tenía la del cante y es, literalmente, un andaluz de bandera. No es, o no aparenta ser, un hombre melancólico ni enredado en las hebras de ningún pasado. Porque, como buen historiador que es, sabe que si uno mira demasiado hacia atrás corre el riesgo de convertirse en estatua de sal, que es el material del que están hechas las ruinas, los dogmas y las lágrimas. Pero sí es un señor al que no le pasa por el gaznate la rosca de las verdades oficiales ni de los estereotipos embusteros, en particular cuando se refieren a Andalucía y sus vicisitudes, asuntos en los que siempre encuentra un pico de alfombra que levantar para que se vea lo que hay debajo: él tiene la lista de todas las deudas, de todos los oprobios, de todos los robos, de todas las traiciones y deslealtades, de todas las reescrituras canallas de la historia.

El otro día, hablando de su nueva responsabilidad al frente del acontecimiento cultural más importante de Sevilla, comentaba dos cosas: una, que mucho tiempo lo mismo no se lleva ahí, entre que la cita cumple años de dos en dos y él, que va por los 73, los hace de uno en uno. Pero también decía, con cierto vibrato de ilusión y siguiendo una idea que le insufló Dorantes, que le gustaría llevar la Bienal al Puerto de Sevilla, allí, entre las grúas, ahora que viene la conmemoración de la primera vuelta al mundo. De momento, la gran novedad y el nuevo paisaje del flamenco hispalense es el propio Antonio Zoido, que sabe ser, si se tercia, saeta, martinete, seguiriya, alegría, soleá, taranto y fandango. Es un hombre todavía enamorado: de la vida, del arte, de Marruecos, del sur, del teatro, del cante, de la ópera, de los libros, de la inquietud misma, del campo, de la libertad, de los gitanos, de las fiestas de Sevilla, de la Semana Santa, de los rincones con algo que contar, de tascas y tendidos, del piano que nunca tuvo. De los parques, claro está. De encontrarse a sus amigos en una esquina y pararse a conversar aunque sea un momento. Y a partir de ahora, de los años contados de dos en dos. Que es el nuevo compás con el que pasa la vida.