Decía Antonio Ordóñez que para ser una verdadera figura del toreo hay dos o tres ocasiones en el año en las que hay que dejarse matar. No, no se trata de arrojarse al abismo o atropellar la razón pero sí de arrojar la moneda sabiendo lo que está en juego, ese ser o no ser que define una vida entera en apenas un cuarto de hora. Hay nombres de toros y fechas concretas que marcaron para siempre las respectivas carreras de sus matadores: Paquirri y el ‘Buenasuerte’ de Torrestrella en Madrid; Capea y ‘Cumbreño’ de Manolo González, también en Las Ventas; Espartaco y el ‘Facultades’, otro toro de los González que le consagró en Sevilla. Más recientemente, sin salir de los Madriles, habría que recordar a El Juli y ‘Cantapájaros’ o a Manzanares y ‘Dalia’, ambos de Victoriano del Río, la misma ganadería –‘Jabaleño’ se llamaba el sobrero que puso en el filo de la navaja a Andrés- que iba a rubricar el definitivo pronunciamiento del astro limeño en la plaza de Bilbao.
Aquella tarde agosteña resume por sí sola la importancia de todo el año, de la carrera global de Roca Rey, un torero con vocación de mando en plaza que ha podido liberarse, por fin, de todos los escollos para alcanzar una cumbre que tenía cercada desde hace tiempo por más que los elementos, ya lo dijo Felipe II, se hubieran puesto en contra. 2021 fue una temporada incompleta para todos y la de 2020 apenas existió. Pero las dificultades habían comenzado antes: Andrés había vivido la campaña de 2019 pendiente de la compleja recuperación de la lesión que se produjo en San Isidro después de ser volteado por otro sobrero del Conde de Mayalde.
Aquel percance le acabaría obligando a cortar en San Fermín después de haber anunciado su inminente reinado en una campaña para enmarcar, la de 2018, en la que ya mostró su primacía en las taquillas. Había conseguido liberarse de ese aire de ‘carne de cañón’ que acompañó sus primeras temporadas de matador de toros, incluyendo la de 2017. Antes, en 2016, había estrenado su primera campaña en el escalafón mayor después de tomar la alternativa el año anterior en Nimes. Lo hizo abonando su papel de figura nata al abrir la puerta grande de Madrid. Pero aquel año no se libró de otro complejo percance que también le obligó a parar –y hasta a marcharse a Estados Unidos en busca de cura- cuando la máquina marchaba a todo trapo.
Resumiendo: en 2022 ha tenido el campo libre y la suerte de cara para superar los percances –que también los ha habido- para acabar la temporada en octubre. Pero la tarde de Bilbao –la suerte también se alió para que pudiera reaparecer en Ronda- sigue marcando a compás el centro de su conquista. Ese triunfo inapelable fue más allá de su propia historia taurina y tuvo la virtud de devolver al anillo bilbaíno su declinante cualidad de escenario trascendental del toreo, perdida en una maraña social, taurina y económica que merecería otro análisis. La presencia del peruano en las cenicientas arenas del Bocho ya tenía carácter de acontecimiento, subrayado por la presencia de ese público que tanto se echa de menos en el remozado coso de Vista Alegre, víctima del desapego de la sociedad vasca a la fiesta de los toros –la sombra del nacionalismo es demasiado larga- que ya ha condenado el coso de Vitoria y mantiene en un difícil tenguerengue el moderno anillo donostiarra.