Han pasado dos meses desde nuestro último encuentro con la Sinfónica de Sevilla, y sin embargo parece que fue ayer; el reencuentro no pareció realmente tal. Hace apenas unos días, el 4 de septiembre, fallecía Klaus Weise en Francia a los ochenta y seis años, y la orquesta quiso rendir su particular homenaje a quien la dirigiera a comienzos de su rodaje, justo cuando tomó el relevo de Sviatoslav Sutej, también desaparecido. Pero lo hizo sin algarabía, con una mera dedicatoria en el programa de mano a quien tanta huella dejara en la formación y en la afición, que descubrimos con él a un Wagner suntuoso en el Tannhäuser de Werner Herzog, y añadimos más admiración si cabe a Strauss con su particular visión del poema sinfónico Así habló Zarathustra. A él se dedicó este primer programa que se prometía desde los medios una fiesta a cargo del Trío VibrArt y una partitura, la de Beethoven, que siempre se ha tildado de ligera e intranscendente, desdeñando sus relevantes valores y su fascinante viaje al pasado en plena simbiosis con el presente del autor, y hasta con el devenir de la música tras él.
Compenetración sin relieve
No fue sin embargo precisamente una fiesta la forma de entender de los jóvenes intérpretes el Triple Concierto. La suya fue más bien una visión nostálgica, incluso melancólica, falta de empuje y sin los ataques precisos y contumaces que la pieza reclama. Este concierto grosso algo desubicado en pleno Romanticismo no resultó suficientemente convincente, faltó relieve y faltó sobre todo energía. El nuevo piano del Maestranza y la ROSS, un Yamaha de ultimísima generación fruto de una larga investigación, sonó eso sí brillante y transparente en manos de un rutilante e ilusionado Juan Pérez Floristán, que inauguró así su temporada como artista residente de la orquesta. Pero eso no fue suficiente para que destacara como tantas otras veces ha hecho; tampoco lo hicieron sus compañeros, a menudo perdidos entre la maraña orquestal, con Arias ofreciendo poco volumen y cuerpo en su violonchelo, exquisitamente fraseado por otro lado, pero al que incluso se le escaparon algunos acordes desafinados. Por su parte, Colom exhibió un sonido aterciopelado pero puntualmente distorsionado por inoportunos acordes estridentes. Sorprende porque son jóvenes que nos han colmado de orgullo y han alcanzado los retos más inimaginables para personas de su edad en su campo profesional. Y lo peor es que ni ellos ni la orquesta alcanzaron a plasmar la grandeza y la extrema desenvoltura de la pieza ni su contagioso optimismo, ni siquiera en su brillante polonesa final, resuelta sin chispa ni gracia. Más resplandecieron en el breve y melancólico largo central, que Arias defendió con mucho lirismo, y en la propina, una pieza de Chaikovski adaptada para la ocasión.