Opinión

Rafael Sanmartín

Mezquita sin Mezquita

Mezquita sin Mezquita

Mezquita sin Mezquita / Rafael Sanmartín

Eso parece o así lo insinúa el señor Ministro de la cosa de la cultura, que la cultura no quita lo valiente. Pero con tanto tiempo dedicado a la alegría del baile, no ha caído en la cuenta de que la Mezquita fue construida para Mezquita. Y la Catedral para Catedral, sobre el terreno público formado por el solar de la Mezquita. Y el Patio de los Naranjos para juegos de niños, paseos de adultos y regocijo de ancianos. No se construyeron para considerarlo medio de obtener una “ayudita” para el Cabildo catedralicio hasta hace muy poco tiempo, cuando se los apropiaron el Arzobispado ú obispado correspondiente. El señor Ministro reconoce sin rubor el carácter religioso de la Mezquita, pero pasa por alto su superior carácter de Bien del Común. Un bien común no puede ser privatizado por nadie, ni siquiera por el Gobierno, porque debe seguir siendo del Común. De propiedad común.

La Mezquita de Córdoba y los otros casi cien mil edificios religiosos y civiles, calles y plazas privatizados —como el Patio de los Naranjos, anexo a la desaparecida Mezquita Mayor de Sevilla—, son Bienes del Común, cedidos a la Iglesia para su uso, pero su único propietario es el Común. Así llevan siglos y así podrían seguir llevando más siglos aún, porque nadie ha negado a la Iglesia la posibilidad de continuar usándolos para su culto. Pero cuando la Iglesia, unilateralmente, ha inscrito a su nombre iglesias, conventos, catedrales, ermitas y otros edificios monumentales, incluso casas de alquiler, calles y plazas, propiedad del común, que sólo pueden ser del común, de ninguna persona ni entidad porque son de todos, compatibles con el usufructo concedido en su momento pero incompatibles con su privatización, se ha cometido una gravísima irregularidad, una falta de respeto monstruosa, como es el hecho de recibir autorización de uso de un edificio o una finca y registrarlo a su nombre, entonces ha sido necesario reclamar el listado de esas miles de inmatriculaciones y su reversión a la propiedad del Común. Pero el señor Ministro no ha caído en eso, ¡qué lástima! Decir que la mayor parte de los edificios inmatriculados por la Iglesia son de la Iglesia, sólo es muestra de ignorancia consentida o de mala fe. O ambas cosas. Beneficiarse del uso de un bien de todos, no es una patente de corso para registrarlo a su nombre.

Quien considera normal que la Iglesia se haya auto adjudicado varios miles de bienes, desde catedrales a plazas públicas, pasando por ermitas, iglesias y hasta casas de vecinos es posible no entiendan que queremos, necesitamos recuperar todo ese inmenso Patrimonio perdido en beneficio de un mismo colectivo, que para colmo pone una parte muy importante del Patrimonio cultural y económico en manos de un gobierno extranjero, dada la dependencia del Estado Vaticano de toda la infraestructura eclesial. No es suficiente que se nos garantice que algunos bienes estén realmente al alcance de todos. Es necesario que sean accesibles todos los bienes, que son de todos, del colectivo, de la sociedad en su conjunto. No basta con que el Cabildo permita el paso en según qué momentos y condiciones. Claro que deben ser accesibles, lo son por su propia naturaleza, lo son porque son bienes del común. Es necesario, es imprescindible, es de Justicia que lo que es de todos sea de todos, sin perjuicio de cederlos en usufructo. Pero debe quedar claro que una cesión en usufructo presupone, en primer lugar, el mantenimiento de ese bien en buen estado de conservación, pero nunca, jamás, significa que una cesión sea dejación del bien, ni entrega a la organización a la que se le haya prestado. Un préstamo siempre será un préstamo y ninguna ley lo convierte, ni lo puede convertir en regalo a perpetuidad, por más años o siglos pueda tener como préstamo. Por lo tanto el Gobierno tiene el deber, está obligado a obtener la lista completa de las inmatriculaciones, aunque fuera por la fuerza, para inmediatamente después recuperar todo lo inmatriculado y devolverlo a sus legítimos y únicos propietarios: el común de los habitantes del Estado, del que su Administrador son las autoridades legítimas. Pero ni autorizados al usufructo, ni siquiera las propias autoridades democráticas, pueden ni por tanto deben considerarse propietarias de esos bienes.

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