EL CAMARLENGO

Esto ya no es lo que era

Daniel Marín Gutiérrez

En cierta ocasión pude asistir a una obra de teatro producida por La Compañía del Puchero donde, a mitad de la representación, una de las actrices se preguntaba por la posibilidad de sentir nostalgia de lo que no se ha vivido. La Semana Santa que nos ha tocado conocer se encuentra en un bucle permanente del que es incapaz de escabullirse, un estado de depresión perpetua que asoma a cada oportunidad. "Esto ya no es lo que era" resuena como una llamada de auxilio a la mínima oportunidad. En ella se encuentra implícita esa nostalgia de lo que no se ha conocido o, en el mejor de los casos, la idealización de un pasado que, en realidad, nunca fue mejor.

Si la Semana Santa ha sobrevivido hasta nuestros días es porque, afortunadamente, se trata de una fiesta viva, sin pasado ni antecedentes penales, parafraseando a Núñez de Herrera. Cada Semana Santa es nueva y está por hacer, trae sus propios debates, sus controversias singulares, sus novedades y novelerías, también sus sinsabores y, cómo no, sus propios cambios. En cada edición se derriban falsedades que se han ido adhiriendo a ella como una costra y se levantan nuevos relatos que contribuyen al mito.

Sin embargo, cada Semana Santa es heredera de la anterior. La novedad de cada evento no evita que aparezcan aquellos asuntos que no fueron resueltos en la pasada edición. Esto hace que la Semana Santa esté inscrita en la eternidad y sujeta a las mismas transformaciones que se producen en la sociedad. La Semana Santa no es una anécdota que emerge como una seta en mitad de la vida cotidiana sino que es el resultado de una realidad experimentada cada día. En ella se proyectan nuestras alegrías, nuestros miedos, nuestras pasiones, nuestros anhelos y nuestras creencias, obviamente.

Mientras algunos se lamentan por los cielos que perdimos, la Semana Santa sigue viva y ajena a sus deseos de fosilización, a Dios gracias. Los nuevos debates suelen ser afrontados como inconvenientes en el camino porque, juanramonianamente hablando, muchos están convencidos de que la Semana Santa es como una rosa que no hay que tocarla. Menos mal que la historia no les dará nunca la razón. La incorporación de las mujeres costaleras se vive, extrañamente, con el mismo rechazo que expresaron los profesionales hacia los hermanos costaleros. A pesar de que las mujeres son la mitad de las cofradías, todavía aparecen infrarrepresentadas en los roles más visibles. La carrera oficial es incapaz de someterse a una renovación democratizadora al mismo tiempo que algunos medios han lanzado un ataque feroz contra las sillitas a pie de bordillo. Se reclama la apertura de los bares sin control, pero se niega la opción del túper y el bocadillo ambulante. Se busca la limitación del nazareno aunque tampoco se acepta el nuevo protagonismo de las bandas y las cuadrillas de costaleros. Algunos siguen pensando, ingenuamente, que todo lo que no sean las imágenes es prescindible y que, ahora vienen las risas, nos ven porque salimos.

Tres retos de futuro

La Semana Santa del futuro se diseñará hoy. Los tres retos que deberá afrontar son la globalización, el invierno demográfico y la turistización. Por un lado, más allá del orgullo romántico del visitante francés que vino a observarnos como aquellos que viajaron hasta el corazón de África para conocer los rituales primitivos de las tribus congoleñas, la globalización actual fomentará, sin duda, un “pertenecer sin estar”. La tónica general es el hermano capirotero, magistralmente descrito por don Juan Francisco Muñoz y Pabón, quien en estas mismas páginas escribió La pelota en el tejado para promover la coronación de la Virgen del Rocío. Solo una media del 30% de los hermanos participa de las estaciones de penitencia. De esa cantidad, apenas el 10% frecuenta la hermandad en su día a día. La globalización implica deslocalización. Los hermanos viven lejos de sus titulares y esto irá aumentando con el tiempo.

Por otro lado, el principal factor de crecimiento de las hermandades es la transmisión de devociones de padres a hijos. Actualmente, la tasa de fecundidad es de 1,12 hijos, la más baja desde que se registran datos. Si no hay prole, no hay a quien transmitirle esta forma tan singular de creer. Al mismo tiempo, habrá generaciones de cofrades que irán desapareciendo, inevitablemente. Por último, la Semana Santa corre el riesgo de entrar en la tensión mercantilización-identidad. El crecimiento de Sevilla como destino turístico tendrá como principal foco la “venta” de la Semana Santa como producto turístico. El Consejo de Cofradías ya vendió sillas a turoperadores especializados y, en una arriesgada estrategia de marketing, una empresa sortea un pase para dos personas en un balcón de La Campana, cátering incluido. ¿Se pensará alguna hermandad la posibilidad de proponer su estación de penitencia como experiencia para el visitante?

A pesar de que algunos no han superado el trauma del año 2000 y siguen viviendo en aquella noche fatídica, la cual utilizan reiteradamente como argumento para justificar la hipervigilancia, pareciera como si la seguridad fuese una hipérbole para eludir los verdaderos obstáculos. Así, mientras se desvía la atención hacia la seguridad -vallas, nazarenos, tiempos de paso, sillitas, etc.-, no se habla de los retos a largo plazo porque el paciente todavía goza de buena salud. Lo cierto es que a las juntas de gobierno les preocupa cero que la vida cotidiana de la hermandad sea de encefalograma plano. Las mayordomías están centradas en incrementar sus ingresos, bien por convenio con fundaciones, bien aumentando el número de hermanos. El porcentaje de impagos será otra historia. Lo importante es facturar para que la rueda siga girando, es decir, aumentar el patrimonio para seguir compitiendo.

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Epílogo

La Semana Santa es una ópera sacra que, como toda buena representación, tiene la capacidad de trasladarnos a otros lugares y a otros tiempos que solo existen en los archivos y en los libros de historia. Como buen artefacto simbólico, lo sagrado se hace presente a través del ritual y del misterio, de lo incomprensible -aparentemente- a la razón. La Semana Santa tiene un efecto depresivo, como buen espirituoso, porque en su resaca se demuestra el exceso de pasado en el que vive. Este teresiano «vivo sin vivir en mí» tiene a no pocos cofrades como al doctor Jekyll y a Míster Hyde. La aceptación es un valor importante no apto para frustrados. Quizá fuese interesante comprender que cada Semana Santa es hija de su tiempo. Hay cosas que ya fueron, que no están más y que Dios sabe si volverán.

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