Opinión | Tribuna

La ciudad de los turistas

Turistas visitan la Plaza de España / Rocío Ruz - Europa Press

Recibir una visita en casa puede entenderse, la mayoría de las veces, como un acto de generosidad y respeto a partes iguales. En este caso los roles suelen ser bastante claros: las personas que ejercen de anfitrionas preparan la casa, la limpian, les muestran a sus invitados el camino al espacio de estar y ofrecen a sus huéspedes lo mejor de su nevera para que se sientan acogidos. Las que ejercen de visitantes, por su parte, se muestran agradecidas, se adaptan a las dinámicas de la familia que las acoge y se esfuerzan por ser respetuosas y consideradas durante su estancia, tratando de producir las mínimas perturbaciones en esa vivienda. Todo parece estar en perfecto equilibrio y armonía en esta coreografía doméstica que todos y todas conocemos.

Si entendemos esto como algo lógico y, sobre todo, equilibrado, ¿no debería funcionar de un modo similar la visita a una ciudad? Tratando de extrapolar este ejemplo al turismo, observamos que sus dinámicas no siempre son tan equilibradas ni los roles tan claros. A menudo, aparecen desafíos y se generan tensiones que recaen sobre los huéspedes, como la presión para mantener los estándares, lidiar con la saturación turística y la sobrecarga de las instalaciones, y garantizar la sostenibilidad del destino. Aspectos que no son nada fáciles de abordar.

En las últimas semanas la gestión del turismo ha sido uno de los temas protagonistas en la prensa andaluza. La noticia estrella es que el Gobierno de la Junta está considerando abordar una estrategia para la implantación de tasas turísticas en las ciudades que lo requieran. Parece ser, dicen algunos políticos, que de implementarse se resolverían gran parte de los problemas provocados por esta actividad (aunque los empresarios del sector no están tan de acuerdo). También resuenan otras propuestas, como el freno de la adjudicación de licencias para pisos turísticos en las zonas más saturadas de la capital andaluza.

Por supuesto, este debate no ha surgido de la nada: viene motivado por una idea feliz que asomó la cabeza en el Ayuntamiento de Sevilla la semana anterior, cuando su alcalde propuso el cobro de una entrada a los turistas que quisieran visitar la Plaza de España, uno de los espacios más icónicos de la ciudad por su valor histórico y su carácter monumental. La idea, que no convenció a los residentes por sentir vulnerado su derecho al paseo espontáneo por este espacio público, abrió la discusión acerca de cómo comenzar a afrontar con urgencia los problemas generados por la saturación turística.

Este tipo de propuestas que se formulan, como si de una tormenta de ideas se tratase, sugieren dos cosas: la primera es que comienza a existir una preocupación real por el desgaste físico que producen las masas turísticas en las ciudades (de ahí lo de subsanarlo con el cobro de tasas y entradas que cubran los desperfectos ocasionados).

La segunda, es que evidencian una falta de enfoque integral, dando lugar a respuestas parciales, más o menos acertadas, en lugar de abordar el problema de manera holística. En otras palabras: el problema se ha ido de las manos y, como no sabemos por dónde empezar, la solución es ponerle parches.

La primera es que comienza a existir una preocupación real por el desgaste físico que producen las masas turísticas en las ciudades

¿Significa esto que el turismo es perjudicial? Por supuesto que no, del mismo modo que no lo es recibir visitas en casa. De hecho, verdaderamente, el turismo es un gran invento.

Centrándonos en las ciudades patrimoniales, la propia Unesco defiende el turismo como una actividad beneficiosa en dos sentidos, ya que favorece el intercambio cultural y al mismo tiempo genera una importante fuente de ingresos en los lugares de destino, propiciando su desarrollo y la conservación del patrimonio cultural.

Pero entonces, ¿por qué nos parece un problema? El problema surge cuando las ciudades se vuelcan al turismo de un modo tal que olvidan su tesoro más preciado: la ciudadanía. Es en este momento cuando se corre el riesgo de convertir las ciudades (en general, y las patrimoniales, en particular) en parques temáticos, donde todos los comercios, servicios, infraestructuras y modelos de visita a los lugares están diseñados para cubrir las necesidades específicas del visitante.

Este modelo comercial que banaliza la ciudad histórica y sus monumentos incurre en la pérdida de dos valores fundamentales: la identidad y la autenticidad. Por lo tanto, no se trata solo de un problema de desgaste físico que se pueda arreglar con chapa y pintura; es un problema más profundo que afecta a aspectos como el modo de vida en las ciudades históricas, la forma en que se comprende el patrimonio, el lugar que ocupa en el imaginario colectivo y el sentido de pertenencia para la población local.

Este modelo comercial que banaliza la ciudad histórica y sus monumentos incurre en la pérdida de dos valores fundamentales: la identidad y la autenticidad.

¿Se puede avanzar hacia un modelo más sostenible? ¿Todavía estamos a tiempo? La respuesta es sí. Sin embargo, los cuidados paliativos no son el mejor remedio. La solución recae en un cambio radical de perspectiva que ubique en el centro de las políticas a la ciudadanía.

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A partir de este momento, el debate debe expandirse necesariamente más allá de las esferas política y empresarial: hay más voces que escuchar. Recordemos que los artífices de la identidad de un lugar –sus tradiciones, su modo de vida, su cultura y sus creaciones; en definitiva, eso que buscamos al visitar otros lugares– son las personas que residen en él. No continuemos desplazándolas.

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