Opinión | Tribuna
Elogio de la equidistancia
Vivimos una constante campaña electoral jalonada de pequeños picos forzados por el riguroso exceso de las verdaderas campañas electorales. Este bucle infernal hace que la crispación y la polarización sean cada vez más agudas. Cuando uno piensa que no puede darse un paso más, ocurre: algún actor político empuja así con el pie la línea roja que no había que traspasar. Más fragmentada que nunca -por ahora- hay un espectro cada vez más interesante dentro de la opinión pública: los equidistantes. La equidistancia no da lecturas, ni interacciones en redes, ni gloria en los altares, pero sí otorga un cierto relajo mental que se agradece en este constante shock político al que nos tienen sometidos. La equidistancia, entonces, se convierte en un puente que, en su aparente frialdad, ofrece un oasis de reflexión en medio de la arena caliente del combate político.
Seguir a ciegas la fe de una opción política o, yendo más allá, la figura de un amado líder, viene a ser algo así como darse cabezazos contra la pared en mitad de la calle. Sí, te miran, hablan de ti, pero es poco útil. La enfervorizada defensa de los partidarios más afectos lleva a entender la política de hoy como una suerte de cruzada medieval. Entonces física, hoy la barbarie dialéctica está justificada para mantener el calor amigo. Hay que valorar la equidistancia como un elemento de sensatez o, casi, de mal menor homérico: atarse a al mástil para evitar dejarse llevar por los cantos de sirena.
Los equidistantes puros, los patanegra, tienen criterio, por supuesto. Un criterio calmado que se puede permitir sólo cuando existe una constante evaluación del panorama. La equidistancia es análisis: escudriñar argumentos, ponerlos al trasluz y entender posturas. El equidistante no es el meme del “centro centrado siempre moderado”. No hablamos de indecisión, hablamos de no dejarse llevar por las corrientes extremas que nos dirigen a las aguas de la desinformación y el extremismo. Ser equidistante es, en cierto modo, ser un guardián de la duda, no entender la política o el debate público como una cuestión de dogmas de fe.
Humildemente, la equidistancia hace del mundo un lugar mejor. El equidistante no se agacha en una trinchera, no deja que se ahogue la música del diálogo entre las balas de los ejércitos maniqueos, sino que intenta sacar la cabeza para que se escuchen otras notas. El equidistante es como los jardineros de Babel, aquellos que, en lugar de dejarse confundir por las lenguas de la discordia, trabajan para encontrar en cada palabra una semilla de consenso.
El equidistante no construye muros; traza puentes. No observa las historias contadas de manera interesada, sino que trabaja por escribirla, por contarla, con sentido común y empatía, a pesar de que esas virtudes estén hoy denostadas.
Frente a los peones, los equidistantes se mueven en diagonal, como alfiles de la sociedad que ven más allá de la línea recta del tablero de los dogmáticos. Ser equidistante no es estar desinteresado ni ser indiferente; es amar la verdad lo suficiente como para buscarla en la tierra de nadie, ese espacio donde, quizás, aún es posible encontrarnos todos.
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