Opinión | Mollete de calamares

El caldo de los caracoles

Terrazas en Sevilla en plena temporada de caracoles, / Rafa Alcaide

 Si uno afina la curiosidad, estos días se distinguen dos tipos de personas en las terrazas de Sevilla. Los que sorben conchas sin apenas mediar palabra con su acompañante y los que no. Los que se parapetan tras una montaña de escombros de caracoles y los que prefieren un montadito. Los que beben a sorbos un caldo que te transporta a un momento, a una temperatura y a una esquina concreta de la ciudad y los que miran a los primeros con una mueca que es mezcla de asombro y asco.

Los primeros seguro que son sevillanos. Entre los segundos, una gran mayoría, extranjeros que no entienden cómo podemos abducir sin control kilos y kilos de caracoles, presos de un ritual que se renueva cada mes de mayo y cuya singularidad etnográfica no valoramos lo suficiente. Me bastó con visitar tres terrazas del centro la pasada semana para comprobar que al guiri le da respeto el caracol. También me sirvió para constatar que nada mejor que observar el entorno con ojos curiosos para reparar en lo que habitualmente no reparamos.

Los turistas ponían su atención en los moluscos gastrópodos, pero las cámaras de sus teléfonos apuntaban hacia otro atractivo que ignorábamos los que sorbíamos caracoles. Unos exuberantes árboles vestidos de un elegante morado intenso que florecen por mayo, por unos pocos días, y que forman parte de la identidad de la ciudad. Nadie les canta como al azahar. Nadie las pregona. Solo los visitantes reparan en ella: las jacarandas.

Nada como observar el entorno con ojos nuevos. Hacía mucho tiempo, quizá desde antes de la pandemia, que no paseaba por Sevilla un día cualquiera. Lejos de las bullas de Semana Santa o de la Feria. O de las hordas que pueblan las calles comerciales los días de Navidad en los que voy a visitar a la familia. Con esa mirada curiosa caminaba por el centro la tarde noche de un martes, sin rumbo, entre caracoles y jacarandas. Pero sobre todo, entre grupos y grupos de turistas que cenaban en veladores nunca antes vistos. Mesas y sillas en rincones insospechados. Atendidos por camareros con un inglés más que correcto.

Estos ojos míos también repararon en los nuevos y preferidos usos de los locales comerciales. Se han convertido en consignas donde dejar las maletas o lo que aún me sorprendió más: en viviendas turísticas. Lo que antes era una barbería, ahora sirve para guardar el equipaje al turista antes de que salga su avión de vuelta. O en un bajo que albergó varios comercios fracasados, duermen ahora quienes visitan nuestra ciudad. Sevilla se transforma y se adapta a las necesidades del motor que marca el ritmo: el turismo.

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Mayo nos trae lo imperturbable. “Hay caracoles”, el morado de las jacarandas o el despedir a las carretas. Pero el mes de las flores muestra la realidad de una ciudad y de un país, el nuestro, que depende económicamente de quienes quieren conocer esa España que aparece en las guías turísticas, en los artículos del New York Times o en los documentales. Una España exótica y auténtica que, paradójicamente, cada vez lo es menos en pos del visitante. Mientras, sigamos sorbiendo caracoles. Ojalá no se acabe nunca el caldo.