Opinión

Significancia

Palacio de Carlos V. / Aurora Villalobos Gómez, 2021

Hay palabras necesarias que faltan en el diccionario y cuya ausencia se hace aún más evidente cuando consta su antónimo. Así sucede con ‘significancia’, que vendría a representar en razón de su opuesto: importancia, trascendencia, relevancia… Si bien su traducción directa del inglés es ‘significado’ entendido como el alma de las cosas, este término ha cobrado un sentido propio en el ámbito del patrimonio para describir el valor cultural de un objeto en relación con su contexto.

Los bienes culturales tienen unas cualidades propias pero es preciso un proceso de valorización que las explicite para que sean considerados patrimonio. Es por ello que hay determinados bienes que siempre destacan, algunos que pierden interés y otros que surgen. Cuando se entiende que su materialidad y/o valores culturales están en riesgo, nuestra legislación contempla la categoría de Bien de Interés Cultural (BIC) para otorgarles el máximo grado de protección y tutela, con sus derechos y obligaciones. De hecho hay bienes muy importantes que no han requerido ser declarados BIC porque su reconocimiento social les brinda protección de manera efectiva; pensemos en muchas de nuestras imágenes devocionales. Es decir, no ser BIC no implica un desvalor sino una ausencia de protección legal que podría no ser necesaria en ese grado.

Por lo tanto ¿cómo podríamos reconocer el valor cultural de un bien con independencia de su situación jurídica?, ¿se puede medir su significancia?

Para ello proponemos pensar sobre las siguientes dimensiones del patrimonio como monumento, documento, identidad y recurso (MDIR).

La dimensión de monumento es la más inmediata de comprender. Cuando un objeto es creado para ser bello y recordado por la posteridad, con el paso del tiempo a su valor estético se suman el de antigüedad, singularidad, representatividad… Por eso son patrimonio cultural todos los bienes arqueológicos, las obras de arte custodiadas en los museos y muchas construcciones históricas; pensemos en los célebres sarcófagos fenicios del Museo de Cádiz, las Santas Justa y Rufina de Murillo en el Museo de Bellas Artes de Sevilla o el Salón Rico de Medina Azahara.

La dimensión del bien como documento apela al valor científico puesto en evidencia por una disciplina, que lo hace único respecto a los demás de su tipología. Sólo la investigación nos desvela que la diosa Astarté del Carambolo en el Museo Arqueológico de Sevilla supone el testimonio más antiguo y extenso en lengua fenicia hallado en la península ibérica, que la rueda hidraúlica romana del Museo de Huelva es la mejor conservada del mundo o que el Museo Arqueológico de Córdoba posee la única pareja de efebos romanos del total de ocho conocidos. Esta dimensión de documento ha sido crucial en la consolidación de patrimonios emergentes como el subacuático, industrial o contemporáneo, que no eran percibidos aunque los bienes existieran anteriormente.

Conocimos el valor cultural de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, hundida por la flota británica en 1804 en el estrecho de Gibraltar, cuando una empresa cazatesoros quiso expoliarla. Después de más de 60 años, seguimos mirando con asombro las Torres de la Luz entre Cádiz y Puerto Real que, con su innovador diseño industrial y sus 150 metros de altura, son aún las segundas torres eléctricas más altas del mundo. Y estamos redescubriendo el valor urbanístico, arquitectónico y artístico de los poblados de colonización como Esquivel, con investigaciones como la de la Fundación DoCoMoMo Ibérico o la reciente exposición en el Museo ICO.

La identidad incorpora el valor simbólico compartido de manera fehaciente por la comunidad. Sea el patrimonio inmaterial con sus rituales festivos, oficios y saberes, modos de expresión y tradiciones culinarias. Andalucía es referencia universal por la romería del Rocío, la devoción a la Divina Pastora impulsada por fray Isidoro de Sevilla en el siglo XVIII, el Corpus Christi de Granada, el flamenco, la Generación del 27 o los bordados de Paquili… Y también el toque manual de campanas en Utrera, la carpintería de ribera en Coria del Río, los hornos de cal de Morón de la Frontera, los balates de la Axarquía, las botas de Jerez, el ajoblanco malagueño, el arte de pesca de almadraba o nuestras almazaras del paisaje del olivar.

Por último, decimos que un bien cultural adquiere la dimensión de recurso cuando cumple la función para la que fue creado o se transforma para un uso compatible. Nos referimos a yacimientos arqueológicos visitables, edificios reconvertidos en museos, sistemas hidraúlicos en uso, altares con culto, tallas que procesionan, archivos digitalizados disponibles online, partituras transcritas para volver a ser escuchadas... Se aporta un valor social que revierte en toda la comunidad, más allá del mero beneficio económico del turismo que confunde en el corto plazo valor con precio.

En la medida en que en un mismo bien cultural confluyan todas las dimensiones, será más evidente su comprensión como patrimonio. Por ejemplo, la Semana Santa es un patrimonio cultural indiscutible en tanto que muchos de los bienes muebles e inmuebles que permiten su celebración tienen valor estético, científico, simbólico y social. La Alhambra es otro patrimonio muy complejo cuyo valor cultural podríamos explicar a partir de estas cuatro dimensiones. Y así podríamos seguir con tantos…

De igual modo, este análisis nos aporta claves para mejorar las condiciones de tutela de un bien cultural. La Alcazaba de Almería necesitaría ampliar su ámbito para poder explicar mejor el monumento, la ciudad romana de Itálica trabaja para conseguir el consenso científico sobre su Valor Universal Excepcional, el Museo de Jaén tiene el reto de reflexionar sobre su identidad tras las importantes colecciones depositadas en el Museo Íbero y las Reales Atarazanas de Sevilla precisan un uso compatible que aporte valor social.

En definitiva, más significancia para una mejor Andalucía.

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Aurora Villalobos Gómez es Doctora Arquitecta, Conservadora de Museos