Opinión | El trasluz

Soy un exiliado de la fiebre

Si se pudieran unir todos los pasillos que he recorrido, formarían un cordón umbilical que me devolverían al útero materno

Un niño mira por una ventana.

Un niño mira por una ventana. / Shutterstock

No recuerdo ahora quién predicaba que somos exiliados de nuestro pasado, pero es así. A partir de cierta edad, se podría decir en plural: de nuestros pasados. Venimos de habitaciones a las que ya no volveremos. Podemos evocarlas o ensoñarlas como el exiliado evoca las costumbres de su país: su música, su gastronomía, su idioma. Recuerdo la frágil estantería en la que reposaban los primeros libros comprados con mi salario. Recuerdo que los contaba y que me quedé asombrado cuando alcancé la cantidad de 25. Todos leídos, todos pagados con mi esfuerzo. Puedo ver sus lomos. Destaca uno de François Mauriac, escritor francés hoy descatalogado, del que me entusiasmó su novela 'Nido de víboras' (¿o era 'Nudo de víboras'?). Vivo exiliado de aquel dormitorio que ni siquiera existe porque la casa se derribó hace años para construir pisos en su solar. Soy un exiliado también de mi apartamento de soltero: una habitación, un salón diminuto con cocina americana y un baño, todo muy apretado, muy junto, como se aprietan las familias en el sofá cuando tienen frío. Las ventanas daban a un patio interior que durante el verano se convertía en una especie de megáfono vertical por el que ascendían las maldiciones procedentes de las ventanas abiertas. Escribí en él mi primera novela.

Soy un exiliado de aquella escritura febril.

Soy un exiliado de la fiebre y del dolor de oídos.

Somos exiliados de las calles de la infancia. Podemos volver a ellas, si todavía existen, pero ni ellas ni nosotros somos los mismos.

Soy un exiliado del pan y el chocolate de las tardes de verano. Exiliado de decenas y decenas de pasillos en los que jugué a la pelota o recorrí desesperado de un extremo a otro, dándole vueltas a qué hacer con mi vida. Si se pudieran unir todos los pasillos que he recorrido, formarían un cordón umbilical que me devolverían al útero materno.

Somos exiliados de las sensaciones de euforia o depresión de la adolescencia, de las conquistas o fracasos de la primera juventud. Nuestra condición existencial, como especie, es la del exilio. Somos exiliados de Altamira, donde alcanzamos formas de expresión difícilmente superables. Después de Altamira, como recordaba Picasso, todo ha sido decadencia.

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