Opinión
La Bienal: de escaparate mundial al cuartito de cabales
El Pele, durante el recital que ofreció en el Real Alcázar / Juan Bezos
Uno de estos días de Bienal, al salir del teatro, un amigo al que llevé por primera vez a un recital jondo me preguntó cuándo se dice ole. Traté de explicarle que es una respuesta orgánica que le nace al aficionado tras percibir algo sublime o sentir la entrega del artista y, a veces, un grito de ánimo para arropar al que está arriba y hacerle ver que estamos ahí con él/ella, como antesala.
Después de la chapa pensé que la experiencia del flamenco es tan diversa que no hay flamencómetro que permita medir lo que convierte a un espectáculo o actuación en inolvidable. Sobre todo, cuando hay oles y aplausos cargados de ojana, pero a ver cómo puedo explicar yo eso.
Afortunadamente, como hemos contado en las crónicas de estos días, hay oles que se disparan solos, otros que se disfrazan de silencio, y muchos que no aparecen porque el flamenco está también para decepcionarnos, desconcertarnos, hacernos cavilar o ahogarnos en una congoja que impide soltar palabra alguna. Por eso, en pleno ecuador de la Bienal, pensamos que alzar la bandera del ole, atribuirle un sentido único, es imponer una mirada de lo jondo excluyente y desactualizada.
Sinceramente me parece muy peligroso esta nuestrificación del flamenco que divide y clasifica lo que es o no digno de loa, según si se ajusta a nuestros gustos o peor aún, si responde a una visión determinada de lo jondo que creíamos ya superada.
Vamos que habrá quien dirá que, si no le compensa aguantar en una silla incómoda dos horas y media para escuchar dos minutos de una sobrecogedora soleá, por poner un ejemplo, igual es que no chanela lo suficiente. Porque el flamenco es eso y no se hable más. Y porque, al parecer, la jondura (esa mística que según algunos no se ensaya) se lleva mal con la dirección escénica, un discurso musical y artístico, un buen sonido y unos buenos focos.
Esta Bienal de los “momentos únicos” reivindica al final un modelo reduccionista que contrapone la magia o el pellizco a las propuestas de gran formato, las coproducciones o los espectáculos de carácter conceptual. Como si ese duende al que se quiere convocar sólo apareciera en una silla de enea.
Llama la atención, en este sentido, que de los 62 títulos del programa apenas unos pocos cuenten con dramaturgia o elenco artístico al margen de los cantaores, bailaores y guitarrista. Un lastre que el flamenco lleva años superando precisamente porque la escena impone unos códigos que van más allá de dejar a los artistas abandonados sobre las tablas de cualquier manera.
Sinceramente es imperdonable que una Bienal descuide estos detalles ofreciéndonos, como ha ocurrido, actuaciones en las que han aparecido más los técnicos que algunos de los invitados. Como es impropio de una cita que presume de ser escaparate mundial virar al formato de festival de pueblo (que por cierto asumen a función fundamental). Esto es, noches interminables que aglutinan en un mismo cartel varios nombres con más o menos renombre y/o acierto para que, sin orden, sentido ni interacción alguna, vayan saliendo cada uno a hacer lo suyo.
“Lo llego a saber y me traigo el tupper para estos otros momentitos”, bromeaba un colega evidenciando el flaco favor que se le hace al flamenco, y especialmente al cante que esta Bienal coloca acertadamente en primer plano, la dejadez y la falta de miras que permitió que se desaprovecharan encuentros como el de Por los siglos del cante donde en ningún momento pudimos tener una foto de estos veteranos cantaores, que seguramente no vuelvan a pisar estas tablas, juntos.
Justo cuando los festivales están haciendo verdaderos esfuerzos por renovarse, la Bienal con más presupuesto de la historia, se fija ahí desde una posición arcaica, romanticista y poco responsable. Porque más allá de esperar a que la magia suceda a un evento público se le debe exigir un compromiso con el arte que pasa asimismo por cuidarlo y engrandecerlo. Por no hablar que lo que cada uno de nosotros recordamos, o la anécdota, no es necesariamente lo que trasciende. O de la necesidad de conectar con un público joven que aquí ni está ni se le espera y que no tiene que ver con el rechazo a lo ortodoxo sino con generar espacios acogedores, sino miren el ejemplo de la nueva Peña Flamenca de La Bambera.
Recordemos que los artistas vienen a la cita asumiendo verdaderos esfuerzos económicos, artísticos y personales, con la ilusión de que una buena acogida en Sevilla suponga un espaldarazo en sus carreras y más bolos futuros. Si pensamos en una Bienal que nace “no con vocación de girar, sino de ocurrir”, como explicaba su director, Luis Ybarra, estamos paralizando la propia industria de la que vive y se alimenta todo el sector. Porque no podemos negar que, pese a los múltiples problemas que arrastra, la cita sevillana es junto al Festival de Jerez la convocatoria oficial de programadores y gestores nacionales e internacionales que deciden aquí qué llevarán a sus circuitos la próxima temporada.
Me niego pues a relegar al ostracismo un arte que camina solo por el mundo, tratando de meterlo de nuevo en el cuartito de cabales donde sólo los privilegiados (que entiendan) puedan disfrutarlo. Pero es que tampoco hemos vivido todavía nada más extraordinario que en ediciones anteriores. Es decir, la propuesta sublime de Liñán, los dos cuidados recitales de cante de Miguel Poveda y Arcángel, el estreno de Dorantes y los destellos de Inés Bacán y El Pele. Dejemos, por tanto, que el flamenco fluya y que el momento y el ole lo señale cada cual cuando quiera.
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