Opinión | A compás
El flamenco está muerto ¿truco o trato?
Enrique Morente durante una actuación en el Festival de la Guitarra de Córdoba / OLGA LABRADOR (EFE)
En estos días en los que la destrucción y el dolor por la DANA se mezcla con el recuerdo de los muertos a los que se les limpian las lápidas y renuevan las flores y con pequeños disfrazados de zombies que se atreven a burlar el miedo a cambio de golosinas me martillea en la cabeza el fandango de El Chocolate que popularizó Enrique Morente: Porque morir es natural yo no le temo a la muerte, le temo más a la vida porque no sé dónde iré a parar con esta cabeza mía.
Una letra que encuentro reveladora, no porque sirva para justificar cualquier desgracia, sino porque pone el foco en nosotros. En nuestra incapacidad para asumir la vida con el compromiso y la entrega que requiere y en la torpeza con la que nos perdemos o enrolamos en lo banal sin darnos cuenta de que esto pasa en un plis y, como recordaba siempre con su habitual ironía el cantaor granadino, “estamos vivos de milagro”.
“Vivir es detenerse con el pie levantado, es perder un peldaño, es ganar un segundo”, escribió al respecto Rafael Guillén en su poema Ser un instante, alertando de que, por desolador o injusto que parezca, la presencia de la muerte es lo que llena de valor la existencia. La pulsión sobre la que llevan reflexionando los filósofos, intelectuales y creadores desde el principio de la historia.
También lo jondo se ha ido articulando sobre una idea construida en parte sobre la negación misma de su existencia. Es decir, prácticamente desde que al flamenco se le empieza a llamar flamenco se le ha considerado en vías de extinción o lo hemos dado por muerto y ahora ya no sé si esa profecía es más bien un acuerdo tácito o una mentira conveniente que muchos han firmado para sostener su hegemonía. Truco o trato.
Para empezar el flamenco se aferra torpemente a un concepto de pureza, diluido, manipulado e inútil. “La pureza es un camelo”, sentencia el flamencólogo José Luis Ortiz Nuevo en el Alegato contra la pureza donde explora la naturaleza mestiza de un género que se reinventa constantemente, se nutre y “se va matando poco a poco para ofrecer algo nuevo cada vez”.
También lo jondo se ha ido articulando sobre una idea construida en parte sobre la negación misma de su existencia
Sepan que la construcción de lo puro responde a un arquetipo alimentado principalmente por los primeros viajeros románticos que pisaron Andalucía en el XIX y que nace ahí la ficción sobre nuestra identidad. Como curiosidad, la primera bailaora que triunfa en París por su seductora interpretación de los bailes españoles es una joven conocida como La gitana, bajo cuyo apelativo se escondía la irlandesa Fanny Elssler.
Ortiz Nuevo y Rocío Plaza Orellana son dos de los investigadores que han recopilado las crónicas de los periódicos de la época que reflejan cómo esa mirada sobre lo andaluz y lo flamenco que se daba entonces es a la que se agarraron los primeros profesionales de este arte para cumplir con los gustos del público y adaptarse a la demanda de la ya incipiente industria.
La investigadora Ángeles Cruzado recoge en el estudio Boleras, gitanas… ¿qué tienen esos bailes que entusiasman a los forasteros? una crónica publicada en 1860 en The London Telegraph donde el periodista habla de la “nerviosa excitación que le produjo la contemplación del auténtico baile español” y que ningún baile visto hasta entonces tiene esa “facultad mágica de entusiasmar”.
Esta moda por el flamenco, unido al nacimiento de los cafés-cantantes primero y de las óperas flamencas después hace que el flamenco salga de las cuevas y del lumpen para popularizarse y convertirse, como apunta el investigador César Rina Simón, en un fenómeno de “entretenimiento de masas”.
En lo jondo asistimos continuamente -y parece que con idéntica intensidad- a la confrontación por la pérdida de una autenticidad que sólo algunos se atreven a identificar
De este temor nace, de hecho, el famoso Concurso de Granada de 1922 que impulsan intelectuales como Lorca, Falla, Turina, Juan Ramón Jiménez o Zuloaga con la intención de recuperar esos cantes más primitivos que, según sostenían, se estaba perdiendo. O esas declaraciones que realiza en una entrevista titulada Cuarenta años de baile que desaparecen la jerezana, Juana La Macarrona (1870-1947) atribuyendo su retirada a “cómo han cambiao los tiempos”.
Y, por supuesto, la reacción con la que a mediados de los 50 Ricardo Molina y González Climent activan el Concurso Nacional de Córdoba y luego con Antonio Mairena sientan las bases de neojondismo y reivindica la razón incorpórea. Maravilla.
Como digo, en lo jondo asistimos continuamente -y parece que con idéntica intensidad- a la confrontación por la pérdida de una autenticidad que sólo algunos se atreven a identificar. Puede que, por eso, como expone el poeta y ensayista Antonio Orihuela en La invención de la gitanería flamenca hayan sido los propios flamencólogos “los menos interesados en investigar sobre los orígenes de lo jondo precisamente para alimentar esos mitos sobre los que se había tejido su origen”. Esto es, si la pureza no existe, ¿qué se muere exactamente?
Sinceramente, creo más en la creación coherente y honesta que en quienes enarbolan la bandera de una pureza sobrevalorada y estoy con Gerhard Steingress cuando expuso “que el flamenco sólo sobrevivirá como arte en proceso continuo". Pero, sobre todo, estoy con sacar de la tumba los engaños, enterrar a los verdugos, celebrar el futuro de un arte rico y libre y pactar con el diablo para que la pugna nos mantenga alerta. Entre Tía Añica la Piriñaca cuando decía que al cantar por seguiriyas “la boca me sabe a sangre” y Rocío Márquez cuando canta “que somos un viejo río con agua nueva y dos veces nadie nos podrá cruzar”, de Carmen Camacho.
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