Opinión | El trasluz
Una idea salvífica
No sabemos dónde se van los seres queridos cuando nos abandonan, pero quizá sean capaces de habitar, siquiera de forma temporal, en objetos o en animales cercanos a nosotros
Tengo una amiga viuda con la que quedo a comer de vez en cuando. El otro día, mientras dábamos cuenta de una corvina a la espalda que se había quedado un poco seca, me contó que había adoptado un perro para aliviar su soledad. Luego sacó el móvil y me enseñó una foto del animal que me dejó petrificado porque era idéntico al esposo fallecido. Me resultó llamativo que no pareciéndose nada al muerto fuera sin embargo idéntico a él. ¿Idéntico en qué? No sabría decirlo: en la actitud, en la mirada, en la disposición del cuerpo en general. Me hizo pensar en las cosas que, siendo diferentes, se asemejan. Recordé entonces que un día, mientras daba cuenta de unas judías bien guisadas, la cuchara con las que me las comía me trajo a la memoria el recuerdo de mi difunto padre. Me pareció una idea descabellada que deseché de inmediato. ¿Qué relación podía haber entre aquel utensilio de cocina y mi progenitor? Pues la había, misteriosamente, la había. Me dio aprensión volver a utilizar aquel cubierto y lo relegué a un apartado del cajón de la cubertería. Después del encuentro con mi amiga, la utilicé para comerme unos garbanzos fritos, pero ya no encontré a mi padre en ella. Se había ido a otro sitio, quizá por mi falta de sensibilidad.
No sabemos dónde se van los seres queridos cuando nos abandonan, pero quizá sean capaces de habitar, siquiera de forma temporal, en objetos o en animales cercanos a nosotros. Conviene estar muy atento, en fin, a lo diferente: tal vez la diferencia sea un engaño de nuestros sentidos. Se lo conté a mi psicoanalista, que, como es frecuente en ella, no dijo nada. Pero yo, tumbado en el diván, continué dándole vueltas al asunto y recordé que hace unos meses, al llevarme a la boca un ansiolítico, me pareció que la pastilla sabía a mi madre.
-La pastilla tenía el sabor de mi madre -dije en voz alta.
-¿Y a qué sabía su madre? -preguntó la terapeuta silenciosa.
-No lo sé -respondí yo-. Jamás se me había ocurrido que mi madre supiera a algo, pero es la sensación que tuve al colocarme el tranquilizante debajo de la lengua.
Terminó la sesión sin que alcanzáramos una idea salvífica, pero más tarde, en la calle, recordé la pasión de mi padre por los objetos de ferretería (y la cuchara, en cierto modo, lo es), y la de mi madre por los productos farmacéuticos.
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