Opinión | El trasluz
La magia de los documentos
Es posible que no llegue a utilizar nunca este pasaporte, pero me da seguridad tenerlo en un cajón
Me crucé en la calle con un vecino que llevaba mucha prisa y que apenas se detuvo a platicar, como suele hacer cuando nos encontramos. Es muy mayor y se mueve con alguna dificultad, pero aquel día caminaba a toda prisa. A la semana siguiente, coincidimos de nuevo en una esquina y en esta ocasión conversamos un rato. Le pregunté a dónde iba tan apurado la última vez que nos vimos y me contó que llegaba tarde a una cita establecida con antelación para renovarse el pasaporte.
-¿Tienes que ir al extranjero? -le pregunté extrañado.
-No, qué va, no he ido jamás -dijo-, pero el pasaporte es un seguro de vida. Mientras está vigente no te puedes morir.
Acepté la explicación con una naturalidad fingida y luego hablamos un poco de las navidades y de las cenas familiares: esos temas, en fin, propios de las conversaciones de ascensor.
Volví a casa pensativo y lo primero que hice fue buscar mi pasaporte. Hace tiempo que no viajo más allá de los países que forman parte del acuerdo Schengen, en cuyas fronteras me basta con mostrar el DNI. Pues bien, descubrí que estaba a punto de caducar. No soy supersticioso, no mucho, quiero decir, pero me desasosegó un poco aquella asociación entre su caducidad y la defunción establecida por mi vecino, de modo que entré en internet y solicité una cita para renovarlo. Después de consultar diversos lugares de expedición, logré hora para el mismo día de su vencimiento en una comisaría algo alejada de mi casa, lo que no me importó tratándose de un asunto de vida o muerte.
Aquel jueves (pues era jueves, lo recuerdo muy bien) me dirigí al lugar señalado, obtuve de una máquina expendedora un tique y me senté a esperar mi turno. Iban con mucho retraso, no supieron informarme de cuánto, porque tenían un problema con los ordenadores. Como digo, mi pasaporte caducaba aquel día, de modo que cada minuto que pasaba sin renovarlo caducaba un poco más exponiéndome a un infarto de corazón o a un ictus cerebral, qué sé yo. Al final, las cosas se arreglaron y resolví la gestión al borde mismo de la muerte. Es posible que no llegue a utilizar nunca este pasaporte, pero me da seguridad tenerlo en un cajón. Si me muero antes de que caduque, que me entierren con él.
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