Opinión
Manuel Bohórquez
Buscando a Manolo Sanlúcar
Ayer viví un día de una emoción inenarrable. Miguel Ángel Medina, un querido amigo de El Cuervo, me invitó a visitar la finca de Manolo Sanlúcar en El Pedroso (Sevilla), cerrada desde antes de que muriera el genio. Cuando vivía allí lo visité algunas veces para llevarle discos y documentación cuando estaba inmenso en la creación de una magna obra que por fortuna pudo acabar. Cuando iba a verlo se ponía un delantal y me cocinaba huevos de campo con chorizo mientras hablaba de Pepe Marchena y la Niña de los Peines, dos de sus ídolos. Volver a entrar en su casa, vacía, pero con sus cosas aún en ella, o parte de ellas, de sus recuerdos, supuso para mí una enorme satisfacción porque quise al artista sanluqueño, y aún lo quiero, como he querido a pocos artistas del flamenco. Para mí no ha muerto, pero lo cierto es que ayer no pude darle un abrazo, como de costumbre cada vez que iba a verlo. Fue duro, sinceramente, pero a la vez emocionante porque vi sus notas en la mesa del despacho, su ropa en un ropero, algunos libros en una librería, fotografías en las paredes o cedés en un cajón. Había en la casa un silencio que helaba la sangre y cuando miraba las encinas por las ventanas, que él miraría cada mañana al levantarse, escuchaba su música, el trémolo de Oración, como si él mismo estuviera tocando esa pieza debajo de una de las encinas, una grande y frondosa que era uno de sus rincones favoritos, donde se reunía con poetas, músicos, toreros o políticos que lo visitaban con frecuencia.
Me entristece que esa finca se vaya a vender porque el maestro fue muy feliz en ese paradisíaco lugar de la Sierra Norte sevillana. También infeliz, porque la vida del compositor no fue siempre un camino de rosas. Daría mi vida, si tuviera algún valor, por poder comprar esa finca, solo porque fue de Manolo Sanlúcar. La convertiría en una especie de catedral rural de la música flamenca, en una escuela no solo de guitarra sino de flamenco en general. Manolo no entendía el arte jondo si no era desde la cultura y pensaba que para saber apreciar una soleá había que impregnarse de poesía, literatura, música, pintura, teatro, amor al paisaje del campo o del mar. Pondría allí una escuela para jóvenes flamencos que quisieran formarse en la naturaleza, conocer la obra del maestro y las de todos los grandes genios de la guitarra. Alguna institución pública o privada debería intentarlo para que Manolo siga vivo en esas diez hectáreas de encinas y olivos en El Pedroso. Vale lo que un chalé en cualquier urbanización del Aljarafe sevillano o un buen piso en el centro de Málaga. Regresé a casa con el alma partida y convencido de que no volvería nunca más a ese lugar. Pero seguiré buscando a Manolo Sanlúcar allí donde el aire permita la vida de una taranta, una rondeña o una bulería. Donde los pájaros bailen al compás de Puerta del príncipe y los gatos duerman al sol soñando con Medea. Donde algo me recuerde a un hombre que murió de amor por el flamenco.
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