¡Cuánta vida hay en una vida!

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22 mar 2021 / 13:39 h - Actualizado: 22 mar 2021 / 13:47 h.
"Obituario"
  • ¡Cuánta vida hay en una vida!

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Sin ser una mujer de estudios, mi madre oficiaba a veces de filósofa. Una de sus frases favoritas era: “¡Cuánta vida hay en una vida!” No sé si la fórmula es válida en todos los casos, pero desde luego cuadra de maravilla en el de mi amigo José María Prieto Soler (1934-2021). Nos acaba de dejar sin ruido, discretamente, como le gustaba hacerlas cosas. Lo he llamado “amigo” sin ningún afán de exclusividad. Aunque lo usual sea reservar ese sentimiento—cuando es profundo— a unos pocos, José María lo dispensaba con generosidad, casi como quien despilfarra un caudal que sólo él sabía inagotable. Con frecuencia me ha sorprendido comprobar el número de sus íntimos y descubrir cuántos compartían alguno de los muchos intereses que este hombre extraordinario cultivaba sin el menor alarde. No conozco en cambio nadie que le tuviera antipatía, a pesar de los largos años que ejerció responsabilidades de gobierno en el mundo de la educación, que conocía como nadie. A ello contribuía su enorme delicadeza en el trato con las personas, así como un temple humano alegre y un poquito zumbón, que destilaba las mejores esencias sevillanas y gaditanas.

Siempre creí que provenía de la famosa tacita, aunque luego he sabido que de puro sevillano nació en la Alameda de Hércules. Hijo de un catedrático de Bellas Artes que también sobresalió como pintor, hacía gala de un gusto exquisito para todo lo relacionado con el arte, muy especialmente con la música, de la que era un destacadísimo conocedor y degustador. También la pintura: infatigable viajero cuando sus muchas ocupaciones se lo permitieron, no se perdía un museo y, sabedor de mi gusto por el coleccionismo, no dejaba de avisarme de cualquier oferta destacada en el mundo de las subastas. Y no en último lugar la poesía. Su pasión por Rilke le llevó a promover la idea de erigir la estatua del escultor Nicomedes que en Ronda conmemora la presencia del poeta (gestiones tan eficaces como poco conocidas: José María era de los que cuidan borrar las huellas de su buen hacer). Podría seguir y no acabar de contar sus aficiones: en el ámbito universitario sorprendí a el conocimiento perfectamente al día que poseía de la bibliografía sobre los temas más recónditos. También era extraordinario su gusto por las lenguas: según me ha comentado una colega de San Sebastián, los mensajes que recibía de él contenían a menudo muestras de sus pinitos con el euskera. ¡Este José María! Una biografía suya detallada no cabría en el Espasa.

Un apartado especial merece la familia que creó junto a su amada Pilar. Padre de seis hijos, esposo ejemplar, orgulloso abuelo, inveterado sevillista, José María fue un cristiano cabal, a quien la religión servía de acicate para abrir el alma a todos por igual. Su gran pasión fue la filosofía, su maestro, Jesús Arellano. Secundó sus empresas (en particular, la Universidad de la Rábida), fue báculo de su vejez y guardián de su memoria. No existen trabajos sobre el pensamiento del ilustre navarro mejores que los que Prieto le consagró.

Desde siempre tuvo vocación universitaria, pero la necesidad de sostener una familia en rápido auge le llevó a ganar por oposición una cátedra de instituto, ejercida en Málaga, Ronda y Sevilla, antes de participar como protagonista en la creación del Colegio sevillano Altair. Aquella sí que fue una aventura de categoría: edificar desde la nada y poner en marcha una institución educativa de bandera en una zona desfavorecida de la ciudad constituía todo un desafío, que junto a unos cuantos valientes José María asumió y llevó a buen puerto a base de buen humor y noches en blanco. Más tarde, a partir de 1971, se integró definitivamente en la Universidad Hispalense. Por muchos años fue director del Instituto de Ciencias de la Educación y lo gestionó con intachable eficacia y ecuanimidad. Por último, formó parte desde su creación de la Facultad de Filosofía y permaneció en ella hasta la jubilación. Su tesis doctoral versó —¡cómo no!— sobre una temática particularmente ambiciosa: nada menos que la evolución del concepto de mundo a lo largo de toda la Edad Media. La pertinaz modestia del autor impidió que llegara a publicarse aquel tesoro de casi mil páginas que sólo unos pocos hemos podido conocer de primera mano.

Las limitaciones de espacio no dan para más. En cambio, la vida de José María seguirá llenando la memoria agradecida de todos los que tuvimos el privilegio de tratarle.

Por Juan Arana, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.