La derecha de este país, ahora tan trinitaria, sufre cierta obsesión con el adoctrinamiento. Le teme como a una vara verde, de esas de acebuche que tantos malos educadores como deseducaban en la época gloriosa de otras doctrinas emplearon contra los niños que no se aprendían las oraciones.
Mi padre, que hizo la Primera Comunión solo porque allí repartían chocolate, según cuenta de aquellos años terribles en que por la grisácea marisma quedaban tan lejos los colegios, recuerda la Doctrina de los sábados, como tanta gente de su generación que relaciona ese adoctrinamiento con la obligación de ir a ciertas misas en latín sin entender para qué.
Pero el adoctrinamiento del que habla ahora esta derecha siempre tan interesada en que los papás puedan elegir el cole de sus hijos, es decir, que sus niños puedan seguir yendo a colegios privados, es el de la democracia consolidada: ese que habla de libertades, de igualdad, de distintas familias, de violencia de género, de derechos y de una historia inclusiva que llame a cada cosa por su nombre. Todo eso junto, amalgamado, tan peligroso, es el adoctrinamiento...
Seguramente porque aún no han entendido que la Educación no consiste solamente en aprender determinados procedimientos repetitivos, determinadas listas de reyes, incluso los godos, todo lo cual está muy bien, sino en aprehender una serie de actitudes que ayuden a los adultos de mañana a discernir precisamente entre el adoctrinamiento y el pensamiento crítico.