El despegue

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02 oct 2020 / 16:16 h - Actualizado: 02 oct 2020 / 16:17 h.
"Excelencia Literaria"
  • El despegue

Por Ana Santamaría

Ganadora de la XIII edición de Excelencia literaria

La chica metió la llave en la cerradura.

<<Por fin en casa>>, pensó.

Recorrió el portal mientras se miraba de reojo en el espejo que cubría toda la pared hasta llegar al ascensor. No tuvo que pulsar el botón porque ya estaba allí, aguardando al próximo vecino.

<<Qué tedioso y bonito oficio>>, pensó Mara, <<transportar a la gente abajo y arriba de su refugio. Llevarlas al lugar donde viven sus aventuras y devolverlas a donde se recogen para descansar>>.

Al entrar en aquel cubículo, unos ojos oscuros le devolvieron la mirada por encima de su mascarilla de tela negra. Hacía meses que solamente veía la parte inferior de su rostro cuando estaba segura de hallarse a salvo. Sonrió a través de sus pupilas. Era algo que había aprendido a hacer a la fuerza, un hábito del que no pretendía desprenderse cuando dijera adiós para siempre a la mascarilla. Mara no olvidó su tradición: sacó el móvil e hizo una fotografía a su reflejo, que archivó en una carpeta de su galería que había titulado “Apariencias”. No sabía muy bien para qué las tomaba ni el motivo de aquel nombre. Le hacían pensar en la manera con la que la veían los demás. Se olvidaba de que no todo el mundo mira con los mismos ojos.

Al llegar a la planta tres, guardó el teléfono y volvió a sacar las llaves. En su piso las luces estaban apagadas y reinaba el silencio de una noche en calma. Agradeció aquellas horas para estar sola. Como una marioneta movida por hilos invisibles, se condujo a su habitación y, tras sacar los auriculares del bolso, se tumbó en la cama. Acurrucándose como un bebé, escuchó la primera canción:

Y aunque ahora el mundo gire en otra dirección

sólo tú puedes dar sentido

a lo que dicte tu dormido corazón.

No todo está perdido...

Aquellos versos recorrieron su cuerpo, se impregnaron en su sangre y empaparon su músculo cardiaco. Los latidos le cambiaron de ritmo para adaptarse a la música. Su cuerpo se encogió aún más y sus labios se torcieron en una sonrisa placentera. Había llegado el momento del despegue.

No tardó mucho en alzar el vuelo y marcharse de aquel mundo que a veces le resultaba indescifrable. Viajó hacia dentro de sí misma con la facilidad de una pluma que danza libremente movida por el viento. Sintió un cosquilleo al llegar a su interior. Aquel era el único sitio donde Mara se sentía libre. ¿Para qué tratar de definirlo? No podía encarcelar aquel hermoso sentimiento tras los barrotes de unas cuantas palabras; además, sería inútil ya que nadie podría verlo con sus propios ojos para dar testimonio de lo que existía en su interior.

Mara no podía medir el tiempo durante aquel viaje. Lo hacían las canciones: pasaron veintitrés temas hasta que se consumió la playlist. Entonces volvió a sonar la primera de la lista. Se le clavó una de sus frases:

La respuesta no es la huida...

Como si de repente hubiese resuelto el misterio de la vida, la chica se despidió de aquel pacífico lugar y emprendió el camino de regreso a realidad física. Abrió los ojos lentamente a la vez que descubría que estaban empapados en lágrimas. Se los secó con las yemas de los dedos, detuvo el reproductor de música y pulsó el icono de “Contactos” que aparecía en la pantalla de su teléfono móvil. Tras encontrar el nombre que buscaba, descolgó y espero un par de pitidos.

–Dime –oyó al otro lado.

Las palabras parecían esperar una órden para salir por la boca de Mara, pero la chica no sabía cuál escoger.

–¿Mara?... ¿Estás ahí?

–Sí –pudo decir al fin–. Es que... Creo que...

–¿Sí?

–Necesito ayuda.

Aquellas dos palabras habían desfilado solemnemente a través de sus cuerdas vocales, trepado por su garganta y se habían agolpado en sus labios, aguardando el disparo de salida. Sólo cuando Mara las pronunció fue consciente de lo que significaban. Acababa de dejar entreabierta la puerta de su mundo interior. Aquella noche, por suerte o por desgracia, su interlocutor empezó a asomarse a él.