Opinión

Manuel Bohórquez

En Utrera con Enrique El Extremeño

Enrique Santiago Salazar, El Extremeño.

Enrique Santiago Salazar, El Extremeño. / Manuel Bohórquez

Ayer había una luz en Utrera que alumbraba las sombras del Castillo. Acudí a la llamada de Enrique Santiago Salazar, El Extremeño, uno de los pocos gigantes del cante jondo que nos quedan. Hoy sale al mercado su séptimo disco, 50 años de Cante, una verdadera joya, con once guitarristas de primera línea, uno por pieza de cante. Todos han querido estar con el maestro de Zafra, aunque criado en Huelva y desde hace décadas vecino de la tierra de Fernanda y Bernarda. Vas con él por las calles de este pueblo y parece que esa maravillosa luz azulada ya citada de la Campiña lo sigue a todas partes. Es uno más de Utrera, aunque aún no le hayan abierto la puerta del Potaje Gitano.

Nació en Zafra en 1954, por casualidad, porque es de una familia errante, del trato. “Mi abuelo le veía la dentadura a una bestia y sabía todo lo que le pasaba”, dijo. Está muy orgulloso de sus genes gitanos, de ser extremeño de cuna y de criarse en Huelva. Llegó a Utrera porque su madre tenía que cuidar a una tía suya, y se quedaron en este pueblo ya para siempre. Ahí vive uno de los cantaores más importantes de este tiempo, Enrique el Extremeño, que no comenzó su carrera en el cante jondo, sino en Los Mayorales, un grupo de sevillanas, rumbas y fandangos de Huelva llevado por Antonio Sánchez Pecino, el padre de Paco de Lucía. “Actuábamos en los tablaos de Barcelona y Madrid y al final acabé cantando en los cuadros, y ahí vi mi camino”.

En esta faceta tan difícil encontró su verdadera vocación artística y nadie discute que es el mejor, el amo, el maestro. Casi todos los que hoy cantan para bailar se han mirado en este espejo. Le ha cantado a las mejores bailaoras y a los mejores bailaores del último medio siglo, desde Pilar López a Manuela Carrasco, sin olvidarnos de El Güito, Farruco o Israel Galván. Ser el número uno de los cuadros de baile no lo ha limitado solo a eso, porque tiene ya siete discos y ha cantado en solitario en grandes festivales, teatros y peñas flamencas de todo el mundo. El que es cantaor lo es en un cuadro o metido en una tinaja, y Enrique lo es. Un cantaor con un corazón flamenco que no le cabe en el pecho.

Estos días anda como niño con zapatos nuevos, porque su séptimo trabajo discográfico, que se edita él mismo, es el resultado de cincuenta años de cante y de sueños. “Me gustaría destacar el hecho de que tantos compañeros hayan querido estar conmigo en este disco, doce guitarristas punteros que, además, no me han pedido nada”, dijo con orgullo. Son Antonio Moya, Juan Campallo, Paco Jarana, Juan Carlos Romero, Manuel de la Luz, su hijo Juan Antonio Santiago Ñoño, Eugenio Iglesias, Rafael Rodríguez El Cabezas, Salvador Gutiérrez, Pedro Sierra y Álvaro Mora. Once sonanteros para once cantes en los que Enrique ha echado el resto, desde la bulería por soleá (Es mentira) hasta la milonga, una versión de una que cantaba Juanito Maravilla.

En mi opinión es el disco más flamenco del artista de Zafra, donde más ha buscado en su memoria de cantaor de raza. No es fácil encerrarse en un estudio con once guitarristas distintos y salir airoso. Una obra que demuestra a las claras que es un cantaor completo porque va desde los cantes festeros a los fandangos y de los estilos levantinos a la bambera. Además, sin trampa ni cartón, si pinchazos ni trucos, por derecho, con emoción y una irrefutable apuesta por el cante de verdad. Con letras muy cuidadas, como han hecho siempre los grandes maestros, y, sobre todo, con alma. Quien canta lo que siente no engaña a nadie. Afortunadamente, ni a uno mismo. Busquen el disco, que le ha salido redondo.