Felipe González en el metro de Nueva York

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30 ene 2022 / 10:12 h - Actualizado: 30 ene 2022 / 10:13 h.
"Tribuna"
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Ha un largo lapso de tiempo en que Felipe González aseguraba su predilección por morir apuñalado en el metro de Nueva York, antes que vivir en una dacha en las afueras de Moscú.

Hace unos días, moría en Paris, Rene Robert, un fotógrafo francés que retrató a Paco de Lucía o a Enrique Morente, esto es, al flamenco, que no es más que un lamento y un quejío.

Cayó desplomado en la calle de madrugada y permaneció nueve horas sin atención alguna, hasta que se congeló. Y allí podía haber quedado como una estatua inerte para la posteridad, si no fuera porque un sintecho avisó a los servicios de emergencia.

Fue durante la Exposición Universal, cuando Fernando Mújica, el gran inductor de Manolo de Valle y después asesinado por ETA, atisbó el negocio de la muerte.

No habría mejor negocio, ni más opulenta plusvalía que un Tanatorio. Y así se abrieron cientos, no en vano, gasolineras y mortuorio, acabaron siendo las joyas del urbanismo patrio.

Mas fue recalificar los terrenos y acabose. Cuando no le dan el cambiazo al cuerpo, se lo dan al féretro. Y cuando no, se apilan en el Palacio de Hielo de Madrid, que no hay consuelo para los fenecidos, ni siquiera constancia de que sean ellos los que ocupan los parajes precedidos de lápidas, por donde solemos pasear como si nada, en la monotonía de la soledad y de silencio.

No hay lealtad mayor que quienes te acompañan detrás del coche fúnebre y, entre tanto funeral y sepelio, resurge la ultraderecha, solo sea por el viva la muerte de Millán Astray.

Primero el armamento; después el óbito y en medio las farmacéuticas. No hay mayor verdad que “yo me iré y seguirán los pájaros cantando” de Juan Ramón Jiménez, andaluz para más señas.

El hombre en busca de sentido no es más que un trasunto de la idea de Cioran de que todo nacimiento es una catástrofe, y de la funesta atracción del ser humano hacia todo lo que se pierde o se desmorona.

El retrato de Camarón, hecho por el fotógrafo francés, es en blanco y negro. Cada vez confundo más karma y destino de lívido color. Ese recorrido desde el vientre materno, hacia el ocaso evocando a nuestras madres, el kokoro japonés, debiera un anhelo de una sociedad moderna, no vaya a ser que los griegos o romanos que honraban a sus muertos sean más civilizados que los que viajamos a Marte.