Homenaje a los mártires de Haití: In memoriam de Frantz Mercier y de Yfalien Alcius

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04 jul 2019 / 09:17 h - Actualizado: 04 jul 2019 / 09:20 h.

Desde principios del año en curso, el pueblo haitiano reclama con insistencia, mediante múltiples manifestaciones, algunas de ellas muy violentas, la renuncia del presidente Jovenel Moïse. Son cerca de cien el saldo de los manifestantes muertos, según las estimaciones, y Haítí sufre un caos institucional, deslizándose vertiginosamente hacia un estado fallido, donde compiten sin ninguna decencia políticos corruptos con vulgares delincuentes, la opulencia más descarnada en contraste con la pobreza más aplastante. Sin embargo, la comunidad internacional asiste impasible a estos acontecimientos que se van desarrollando en el país, otrora llamado “La Perla de las Antillas “. Sin visos de solución, ¿cuántos muertos tiene que haber para que mi patria emprenda por fin el camino de la equidad, de la reconciliación consigo misma y del avance y progreso? Desde el nacimiento de Haití como nación, han sido muchos los que han dado su vida, mujeres, hombres, jóvenes y ancianos por unos ideales de libertad y de justicia. ¡Cuántas vidas sesgadas, cuánto sacrificio, cuántos inocentes caídos en nombre de unos éticos principios, de una ideología! Desde Jean -Jacques Desssalines, el primer jefe de Estado tras la independencia, que se proclamó emperador con el nombre de Jacques I y que murió asesinado por sus pares en 1806. Bajo el gobierno de Nord Alexis, el poeta Massillon Coicou y sus dos hermanos fueron vilmente ejecutados el 15 de marzo de 1908. Más cerca de nosotros, los líderes antiimperialistas Charlemagne Péralte y Benoit Batraville enfrentándose a la ocupación estadounidense en 1919 y 1920 respectivamente. El escritor Jacques-Stephen Alexis ofreció su vida luchando, en 1961, por mejorar las paupérrimas condiciones de vida de sus compatriotas. Conviene también mencionar aquí nombres, son tantos, como Marcel Numa y Louis Drouin, fusilados en 1964, y Yannick Rigaud, muerta en combate en 1969 durante la dictadura de Francois Duvalier, por pretender poner fin al secular sistema de explotación y opresión. ¿Han valido la pena estos occisos...?

Uno de los períodos de mayor interés y que despertó una enorme ilusión a nivel popular fue la llegada al poder de Aristide, ocurrida en las postrimerías del siglo XX, un decenio antes del inicio del nuevo milenio. Cansado de tantas luchas intestinas y de ver administrado su país por diversos gobiernos corruptos, el pueblo haitiano eligió por fin el 16 de diciembre de 1990, con un 67% de los votos, a Jean- Bertrand Aristide. Sacerdote salesiano nacido en 1953 y alineado a la teología de la liberación, se había caracterizado en sus homilías en la iglesia capitalina de San Juan Bosco, ubicada en una barriada periférica, por su lucha a favor de las clases deprimidas y con las cuales se mostró identificado a través del lema de su campaña electoral: “Justicia, Transparencia y Participación “. Era muy escuchado, seguido y admirado. Concurrió a los comicios siendo el cabeza de cartel de una coalición de partidos, algo inusual en la tradición política del país. Se considera que fueron las primeras elecciones democráticas que tuvieron lugar en Haití.

El presidente electo juró su cargo el 7 de febrero siguiente, fecha conmemorativa del quinto aniversario del derrocamiento de la dictadura de los Duvalier, quienes gobernaron durante más de 28 años, de 1957 a 1986. Su advenimiento al poder supuso, para una amplia mayoría de la población, una gran satisfacción, la materialización de su sueño, y sobre todo la esperanza de que durante su mandato se pudieran paliar o aminorar algunas penurias socio- económicas y, por lo tanto, alcanzar unas mejores condiciones de vida. Jamás un político haitiano había suscitado tantas expectativas y galvanizado al sufrido pueblo. No es exagerado decir que este momento histórico generó un reencuentro del país con su glorioso pasado y reavivó su sentimiento de orgullo, forjado a partir de la gesta de independencia y perdido durante los largos años de opresión política, económica y cultural.

El gobierno de Aristide fue efímero. Algo más de siete meses duró la primavera, puesto que el 30 de septiembre de aquel año se produjo un violento golpe de Estado que puso fin, de forma prematura, a su mandato. Las fuerzas de la reacción, aliadas a los nostálgicos de la dictadura duvalierista y a la burguesía rancia convinieron para asestar un duro revés al proceso de democratización recién estrenado. El General Raoul Cédras, un militar que Aristide nombró el mismo día de su investidura, jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, se adueñó del país erigiéndose en hombre fuerte, controlando los resortes del poder y asistido por los edecanes, el General Philippe Biamby y el Coronel Francois.

El golpe de Estado frenó abruptamente las aspiraciones del pueblo que entró en un estado de choque psicológico y a partir de este momento una descomunal ola de terror se abatió sobre el país, sobre todo en la capital, con el objetivo de silenciar a los partidarios y simpatizantes del depuesto presidente. Fue una campaña sistemática, planificada e instigada desde las más altas esferas, empleando distintos métodos de represión, como la tortura, los secuestros, las desapariciones forzadas, las vergonzosas violaciones de mujeres por parte de bandas organizadas, y los asesinatos. En esta repugnante tarea de hostigamiento, el régimen golpista contó con la inestimable actuación de una horda de “attachés (paramilitares). Un hecho anecdótico, pero verdadero, es el testimonio conmovedor, que eriza la piel, de una mujer del pueblo, con una pierna seccionada, que, con heroísmo, afirmaba estar dispuesta a sacrificar la otra, con tal de que su gesto contribuyera al restablecimiento al poder del sacerdote . Son innumerables los casos de familias desgarradas por la angustia y el sufrimiento, desmembradas por las separaciones y las muertes violentas. Esta situación provocó un recrudecimiento de los éxodos masivos en pequeñas y frágiles embarcaciones, los llamados boat people, hacia las costas estadounidenses, huyendo del clima de terror instalado, y sin duda la aparición y cronificación de patologías mentales debido al miedo, la inseguridad y la desconfianza reinantes. En este contexto quiero nombrar a dos jóvenes de corta edad, Frantz Mercier e Yfalien Alcius, adolescentes de 11 y 14 años respectivamente que tuvieron la mala fortuna de haber sido el blanco del fuego enemigo y de caer bajo las balas asesinas de los esbirros del General. Sus vidas acabaron, la de Yfalien el 2 de octubre de 1991 en Descahos (Gonaïves) y la de Frantz el 31 de octubre de 1993 en un lugar no determinado. Símbolos vivos ambos de la despiadada represión ejercida contra el pueblo por el gobierno de facto. Podemos imaginar el inmenso dolor de estas familias y su profunda herida emocional.

Son múltiples atropellos, flagrantes violaciones de los derechos humanos, crímenes de estado dirigidos en contra de un colectivo específico y que deben ser catalogados o tipificados como de lesa-humanidad.

Durante la guerra sucia, se calcula que alrededor de 5.000 personas fueron asesinadas, 55.000 torturadas, 300.000 desplazadas y 120.000 familias dislocadas, durante el período comprendido entre octubre de 1991 y el 15 de octubre de 1994, fecha del regreso al poder de Aristide , tras el desembarco de las fuerzas norteamericanas en Haití. Pese a la gran popularidad de la que goza todavía hasta la actualidad, el ex- presidente es un hombre muy controvertido. Alabado por unos y vilipendiado por otros, algunos le reprochan su tendencia a comportarse como un mesías y de haber malgastado su capital político.

François Duvalier y su hijo murieron sin haber sido llevados ante la justicia. El General Cedras, el autor material del golpe de 1991 e intelectual de los crímenes perpetrados, sigue disfrutando plácidamente y con total impunidad de su exilio dorado en Panamá.

Quiero, a través de este escrito, rendir en general un genuino tributo a los “individuos desconocidos, anónimos que se vieron obligados a soportar todo el peso de las atrocidades y de la barbarie de un régimen, la pena indescriptible de aquellos cuyos maridos , esposas o hermanos murieron asesinados, acribillados en matanzas” , parafraseando al escritor británico John Carlin.

Alix Coicou, haitiano de nacimiento, es médico psiquiatra que vive y ejerce desde hace años en Sevilla.