Enzo conoció a aquella mujer durante uno de sus viajes por los bosques del reino. Nunca supo su nombre, pues los lugareños la apodaban La loca.

La loca cumplía una rutina, por lo que era fácil encontrarla: se levantaba muy temprano, se aseaba, se vestía con ropas elegantes, desayunaba y partía de su choza. Tras un breve recorrido se detenía en un claro del bosque. En aquel lugar había un vetusto roble, en cuyo tronco se apoyaba un espejo de cuerpo entero. Lo que ella hacía ante él la había hecho acreedora de su peculiar apodo.

Enzo la conoció en aquel claro, cuando la vio en pie frente al espejo, cuando desmadejaba un discurso incomprensible. Llevaba un vestido de terciopelo color vino y un bombín a juego. Debajo de la chaqueta asomaba una camisa satinada verde limón. Si el atuendo de por sí era extravagante, resultaba aún más llamativo al considerar la época del año en la que se encontraban: el verano había comenzado semanas atrás y el sol brillaba con toda su intensidad y calor. Por ello La loca estaba empapada en sudor.

Enzo no pudo contener su curiosidad y decidió abordarla.

–Menuda idiota –señaló La loca con tono burlón.

–¿Disculpe? –preguntó confundido.

–¡Pon atención! –. Señaló al espejo y prosiguió su discurso: – ¿Ve a esa mujer?

–¿Qué mujer? –volvió a preguntar Enzo, tratando de encontrar algo de cordura.

–Aquella, al otro lado de la ventana.

–¿Ventana?...

–Esta –dijo–, frente a nosotros.

La loca estaba convencida de que el espejo era una ventana, y su reflejo una persona distinta. Intrigado, Enzo decidió seguirle el juego.

–Sí, ya la veo. Pero, ¿qué problema hay con esa mujer?

–Es mi vecina. Su casa está frente a la mía y, sin embargo, nunca me recibe por más que llamo a su puerta.

Golpeó el tronco con los nudillos y esperó unos segundos

–Lo ve; me ignora.

El hombre asintió.

–Pero eso no es todo; siempre anda metida en mis asuntos. Cada vez que vengo por este camino, se asoma a la ventana y me sigue con la mirada.

–¿De verdad?

–¡Por supuesto! Y no es lo peor.

–¿Aún hay más?

–En efecto... Lo peor es que tiene un pésimo gusto para vestirse.

–Soy extranjero, señora, y no estoy al tanto de las modas locales. ¿Podría explicarse mejor?

–Mírela con detenimiento ¿No cree que lleva puesto un traje ridículo?

Enzo trataba de asimilar la situación: La loca no solo ignoraba que aquella ventana no era tal; también había pasado por alto que aquel atavío que acababa de llamar ridículo era el mismo que ella llevaba puesto. La señora se percató de la incomodidad del muchacho e interrumpió sus pensamientos:

–Descuide; podemos hablar con libertad –golpeó el espejo con la palma de su mano–. Este vidrio es bastante grueso; ella no puede escucharnos –. Se quedó mirando al espejo y bajó el tono de su voz, como si no estuviera del todo segura de lo que acababa de afirmar–. Ese traje color cereza es sumamente anticuado –continuó tras recuperar su actitud desinhibida–. La moda actual aconseja el uso de telas en color vino, justo como las que utilizo en este precioso modelo–. La loca sacudió vigorosamente su chaqueta.

Pero ambas prendas eran la misma. Después de todo, la que ella señalaba era un simple reflejo y no un objeto real. Pero La loca estaba convencida de lo contrario, cuando Enzo no era capaz de distinguir el tono de ambas piezas, pues para él vino y cerezas eran alimentos y no colores.

–Además, ese sombrero es una burda imitación –prosiguió al tiempo que se quitaba el bombín y se lo ponía sobre una mano–. Se puede apreciar la altísima calidad de la confección de esta prenda con solo tocarla –. Señaló nuevamente el espejo antes de proseguir:–. El bombín que lleva mi vecina es de muy inferiores propiedades. Después de todo, pocas personas pueden costearse un sombrero como el mío –dijo con tono altivo–. ¿Sabe?, no es una cuestión de dinero. Aun si mi vecina se pudiese comprar un traje y un sombrero como estos, le sería imposible llevarlos con elegancia. ¿Se ha fijado en el su cuerpo escuálido? –. La loca detuvo su discurso para mirar brevemente a Enzo. Entonces cambió su expresión, molesta por la poca participación de su interlocutor–. ¿Sabe cuál es la peor parte?... –Enzo creía que ya se lo había contado, pero no le impidió que se repitiera. Así que se giró discretamente, vigilando que la mujer del otro lado del espejo no les estuviera escuchando–. La peor parte es que mi vecina tiene una personalidad altiva y pretenciosa. No hay nada peor que la gente que nunca se calla ¿No lo cree?

Enzo intervino por primera vez en varios minutos:

–Tiene usted toda la razón.

–Por supuesto que la tengo. Desafortunadamente, no todas las personas son tan humildes como yo.

Cerró los labios, pues algo había llamado su atención. Desde su perspectiva, la mujer del otro lado del espejo se había percatado de la presencia de ambos y los miraba directamente. La loca sonrió y le hizo una reverencia. Su reflejo, por su puesto, le devolvió la cortesía. Ambas entraron en un sin cesar ridículo de cumplidos hasta que, tras unos minutos, se volvió nuevamente hacia Enzo.

–Descuide –susurró–, porque estoy segura de que no pudo escucharnos. Mejor será que ahora me retire –. Se dio media vuelta para ponerse en camino hacia su choza–. Amigo, siga mi consejo: evite comportarse como mi vecina. Las personas como ella son las peores.

Enzo asintió con la cabeza, dispuesto a seguir aquella admonición. La loca tenía razón: no hay peor persona que aquella que juzga a quienes son iguales a sí mismos.

La loca y su espejo

Belén Ternero

Ganadora de la XV edición

www.excelencialiteraria.com