Las azoteas, mi azotea sevillana

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15 mar 2021 / 18:44 h - Actualizado: 15 mar 2021 / 18:47 h.
"Pandemia"
  • Foto: Mari Carmen Clavero
    Foto: Mari Carmen Clavero

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Hace un año justamente, en el inicio de la pandemia del Covid 19, se podían ver helicópteros sobrevolando las azoteas para vigilar, me imagino, que no se congregaran vecinos en las mismas. Tiempos en los que también los medios informativos se hicieron eco de misas y fiestas furtivas en estos espacios al aire libre. Y es cierto que, por el motivo del confinamiento, muchos de nosotros, que teníamos azoteas, acabábamos subiendo a ellas (a escondidas) para respirar algo de aire, tomar el sol y mover las piernas (con el recelo de los mismos vecinos del bloque o de los de enfrente). Más tarde, cuando las prohibiciones se volvieron más estrictas, con el pretexto de tender la ropa, subía media familia por tandas.

Todo ello me hace reflexionar sobre lo que ha significado para muchos de nosotros, que hemos tenido azoteas, los recuerdos vitales que nos han proporcionado. No es cualquier azotea, por ejemplo, la de la calle Redes número 7 en Sevilla. Hablo de una calle del barrio de San Vicente, cerca del río Guadalquivir. Una calle angosta, silenciosa e invadida por la escasez de luz, a la que en mis años de infancia recuerdo como todo lo contrario: ruidosa y llena de vida. Allí, en un edificio de cuatro plantas, estaba la azotea, y en ella, el lugar donde vivíamos mi familia y yo, lugar dónde se reunían los vecinos para hablar, lugar de tertulias literarias, lugar donde pintar un cuadro, lugar donde escribir un poema o huir. Siempre envuelta en ruidos y llena de estímulos.

Encalada una y otra vez, reluce en los recuerdos de mi infancia y de mi adolescencia. Pulmón de aire, espectadora del paso del tiempo. Testigo de días soleados a veces fríos, otras veces tórridos. Testigo de días de lluvia y tormentas. Azotea de suelos calientes y polvorientos unas veces, otros inundados de agua en forma de escorrentía. Mirador de noches claras estrelladas, con el favor de las figuras de las constelaciones.

Entorno misterioso al que se accedía subiendo varios tramos de escaleras. Un último rellano y te encontrabas, a la derecha, la puerta de madera de acceso. Franqueada esta, un pequeño universo. En el horizonte, un paisaje urbano con perfiles de edificios, tejados y otras azoteas en el que resaltaba las vistas del campanario de la iglesia de San Vicente. Más lejos, la Giralda como luna que se mostraba difuminada por la luminosidad del día y que resplandecía de noche. Y un interior atestado de cordeles donde cabalgaban sábanas y ropa en el centro, y en las esquinas antenas de TV. Por último, macetas de geranios y otras flores en el mismo suelo y en las barandillas que daban a la calle, le añadían cierta coquetería a modo de patio cordobés.

Quiero recordar que tenía dos patios de luz donde veíamos, desde arriba, las viviendas de los otros vecinos. Especialmente el segundo patio, estaba flanqueado a ambos lados por trasteros con puertas cerradas unos, y otros con puertas abiertas y lavaderos en su interior. En la azotea se quedó el canturreo de mi madre. Y también las huellas de ella y de mi abuela: encalaban sus paredes casi todos los años para que relucieran limpias y mimaban sus macetas. Allí, en aquella superficie al aire libre, estaba nuestro hogar y el de mi abuela.

La azotea, en mi infancia, era un lugar de juego para desgracia de los vecinos que escuchaban nuestras carreras. Allí jugaba y me peleaba con mis hermanos. Allí nos visitaban nuestros primos. Y era frecuente que en verano montáramos una piscina hinchable, con cuidado de no hacer mucho ruido y de que el agua no cayera por los patios. Allí también, mi hermano y yo, jugábamos con nuestros amigos cuando nos tocaba nuestra casa, en una ruta de juegos-casa que hacíamos semanalmente. Y así transcurrían algunos veranos en los que la mayoría de los niños del barrio no solían irse de vacaciones. O al menos así nos parecía.

En mi infancia también acabé torturando al vecindario con una flamante batería de juguete, que tuvo a bien (o a mal, según se mire) regalarme por reyes mi madrina. No recuerdo exactamente si desapareció o acabé destrozándola. Sí recuerdo las noches en que mi padre me hacía mirar el cielo, para identificar en la maraña de estrellas “El Carro” o “el Camino de Santiago”. Al menos eso me decía. Y aquella noche, en la que, durante años, y descartando que fuera un sueño, creí ver un ovni multiluz flotando delante de mis narices. Recuerdo también las noches de verano, en las que atraía a los murciélagos haciendo ondular una cuerda con una piedra atada. Y cómo no, aquella noche en la que, de pronto, mientras estaba sentado en la salita, muy cerca mía, murió mi padre, y cómo salí al rellano de la planta, paralizado. La puerta de la azotea estaba cerrada.

Llegó la adolescencia. La azotea se convirtió muchas veces en el refugio de una soledad necesaria. En algún rincón, con las piernas metidas entre las barandillas, intentaba construir mi identidad dándole voz a mis pensamientos en forma de interminables monólogos. O cuando estudiaba en la casilla de mi abuela, hojeando el libro de Sociales hasta encontrar una ilustración de la Revolución Francesa, donde una mujer tenía los pechos al descubierto; esa era la libertad que me debía guiar.

Por último, nos mudamos de casa. Pero aquel espacio, reflejo de mi conciencia del mundo, siguió vivo. Allí acabó reuniéndose un grupo poético de barbudos, imberbes algunos, y alguna que otra mujer, llamado Gallo de Vidrio. Me los imagino declamando versos, haciendo tertulias literarias o protagonistas de un nuevo paisaje humano al aire libre. En todo caso poetas huéspedes de la antigua casa de mi abuela, que yo tanto conocí.

Allí me imagino al también poeta y pintor de giraldas, Amalio García del Moral, pintando desde la azotea un paisaje quebrado de otros edificios y entre ellos su adorada Giralda. Eso sí, a veces, inquirido en su hacer, por una vecina curiosa que no le dejaba concentrarse.

“Assutayha”, según una de las denominaciones en árabe; servidumbre de agua y sol; azotea de gallinas, conejos y palomares; lugar de veraneos de los menos pudientes; sitio de guateques; azotea de vertederos; azoteas reconvertidas en áticos con solarios, placas solares o cultivos ecológicos...

Pero no es cualquier azotea la que contiene parte de nuestra impronta por la vida, la que es atalaya donde mirar el pasado, el presente, o adivinar el futuro. Una pared más, en definitiva, del laberinto que es nuestra propia existencia.

Aquel espacio no podré olvidarlo nunca.